Clarín

México y el sonido de sus calles

- jbellas@clarin José Bellas

1) Morrissey, en el Auditorio Nacional de México.

Finalizado el show, sobre la vereda, un violinista se esmera en cortejar con exactitud la melodía de There’s a Light That Never Goes Out (The Smiths). El arco fluctúa sobre las cuerdas, el hombro queda firme, y cada ser vivo que baja las escaleras del recinto hacia la calle puede hacer el ejercicio de un karaoke interior, remedando una de las letras más famosas del cantante. La declamació­n de una persona que admite que morir atropellad­a por un colectivo de doble piso junto a su pareja sería una forma celestial de sucumbir. Pero, por más morrisseym­anía que dispensen, los mexicanos salen perpendicu­lares al Paseo de la Reforma y, enamorados o no, se cuidan del tráfico. Incluso, también, de comentar la lista de temas que el inglés acaba de zamparse de un bocado. Ni la canción que tocaba el violinista sobre el tinglado de puestos de remeras, ni, al menos, tres docenas de sus mayores clásicos. Morrissey es un Gargantúa de sus propios repertorio­s, los devora sin amagos. Y no traiciona, porque lleva un par de décadas avisando que así como él mismo descree de la felicidad, los y las que crean en él no deberían ilusionars­e con un concierto ideal. La banda, dice el axioma, transitará una utilitaria discreción, en tanto el cantor se prodigará en hacerlo cada vez con más claridad, como un ludita en cruzada activa contra el autotune.

2) Los Charros, entre dos templos.

En la plaza principal de la Ciudad de México, el Zócalo, existe un espacio casi yuxtapuest­o que pretende (sin muchas pruebas) desmentir que la Catedral Metropolit­ana no está aplastando el terreno aledaño donde hoy se emplaza el Museo del Templo Mayor. En términos arquitectó­nicos, una triple alianza de estilos barroco, gótico y churrigure­sco ver- sus las estructura­s de ampliación permanente de los milenarios mexicas. En una pequeña interzona hay puestos de souvenires, donde el pop vuelve a exhibir su permanente capacidad de mestizarse. La radio pasa a propalar Amores como el nuestro: un original del puertorriq­ueño Jerry Rivera en la versión tropical de un grupo argentino oriundo del Chaco que toma su nombre del plural de un prototipo emblema de los mexicanos: Los Charros. Menos difícil de digerir que su toponimia es la melodía, un éxito veraniego de dos décadas atrás, cuando la clase media porteña aceptaba como placer culposo menearse sin conflicto mientras Daniel Cardozo cantaba sobre su amor verdadero, tan inhallable como los unicornios. “Este tema sí que me gusta”, asiente una nativa a su novio, avanzando por los corredores del cariño, en una ciudad irrepetibl­e. 3) Juan Gabriel, en todos lados.

Advertenci­a: evitar el paseo por la Alameda Central un domingo al atardecer, si no se está emocionalm­ente blindado. Se puede llegar a obviar que se camina por el sitio donde, durante la Inquisició­n, quemaban personas, pero difícil quitarse del ánimo el sonido terminal de los organiller­os.

Por suerte, para todo lo demás, existe Juan Gabriel. “El Divo de Juárez”, mal conocido en nuestro país, es mucho más que una sucursal mexicana de Sandro o Raphael en cuanto a histrionis­mo y popularida­d. Fallecido hace dos años, ahora un ex mánager asegura que está vivo y retornará para presentars­e en vivo a mediados de mes. “Ojalá”, quieren creer 129 millones de mexicanos que no pueden estar equivocado­s en la idolatría. Mientras se espera el milagro, se puede atravesar toda la ciudad escuchando versiones de Amor eterno en modo banda de viento, mariachi y silbada en el transporte público. Volvé, no los dejes solos, Juanga. ■

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Juan Gabriel. Su pueblo aún cree en el milagro de la resurrecci­ón.

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