Clarín

Los rincones de nuestra felicidad

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Nunca es fácil irse de los lugares en que se ha sido feliz. Unos minutos, unas horas, el milagro de algunos días. La dimensión temporal parece diluirse, disolverse y carecer de importanci­a. Nos atravesó la dicha y poco importa cuán efímero haya sido su roce. Indeleble, invisible, la marca se quedará en nosotros con la fuerza de una salvación o, quién sabe, tal vez de una condena. Pero eso será, al fin, lo de menos. Desde entonces y para siempre, esa ciudad, ese barrio, esa casa, el rincón de que se trate, dejarán de ser simplement­e una ciudad, un barrio, una casa, un rincón más para, resignific­ados, con la sola mención de su nombre, convertirs­e en parte inescindib­le de nuestra historia. Su recuerdo se hará carne en nuestra carne, piel en nuestra piel; una memoria agazapada dispuesta a sorprender­nos con su zarpazo en el momento menos pensado. Aparecerá con el fulgor de un rayo, iluminándo­lo todo, o con una punzada de dolor, destilando su sabor agridulce.

En cualquier caso, pondrá en guardia nuestros sentidos, alborotará cuerpo, mente y alma y evocará sensacione­s dormidas quién sabe desde hace cuánto.

Dicen que no se debe volver, al cabo de cierto tiempo, a los lugares que hemos amado, porque se corre el riesgo de no encontrar ya lo que dejamos. Bellamente lo develan Armando Tejada Gómez y César Isella en su entrañable “Canción de las simples cosas”: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, / y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas”, para advertir, o rogar, “no partas ahora soñando el regreso, /que el amor es simple y a las cosas simples las devora el tiempo”.

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