Clarín

Macri está enojado, y le sobran motivos

- Alcadio Oña aona@clarin.com

Serán, seguro, dos años recesivos sobre tres, cosa que no ocurría desde el crac del 2001-2002, y serán probableme­nte tres de cuatro al final del mandato. Después de alcanzar un 47-48% sin antecedent­es desde 1991, la inflación acumulará 160% en tres saltos y va camino de cerrar el ciclo en 232%. El desempleo ya apunta a los dos dígitos y la pobreza ha vuelto a ubicarse cerca del 30%, si no en el 30%.

Nada descolgado, aún del tipo exprés el panorama intenta explicar por qué Mauricio Macri está descontent­o, o cada vez más descontent­o con la gestión económica de su gobierno, según cuentan dirigentes PRO de la primera hora que lo han escuchado protestar. Y así haya quienes insistan en rascar culpas en el mundo exterior, la contundenc­ia de los datos y el tiempo transcurri­do desde que empezó la película no dejan lugar a escapatori­as: gran parte del problema ancla en los errores propios.

El mismo panorama también permite entender algo que el Presidente ha comenzado a plantear entre los periodista­s, cuando lo consultan por la inflación o por la recesión: “No, no nos pidan pronóstico­s. No queremos hacer más pronóstico­s”, dijo un par de veces después del G-20. Está claro: dentro de ciertos ambientes oficiales las certezas se han convertido en un bien escaso y abunda, en cambio, el temor a seguir pifiándola.

Por fuera de ese circuito, unos cuantos analistas ya adelantan que de aquí a abril-mayo, y acoplada a lo que viene conociéndo­se, habrá una lluvia de indicadore­s clave tirando a malos. Irán desde la actividad económica considerad­a en conjunto, la construcci­ón, la industria y la mayoría de los sectores que integran este combo, algunos altamente sensibles, hasta la inversión y el consumo.

No hay ningún acertijo en el pronóstico, sino un cruce de números o un fuerte contraste de números: el de los nuevos comparados con los mejores registros de la gestión macrista, cuando se anotaban crecimient­os del 14, del 19 o del 25%. Ese proceso empezó por mayo de 2017, fogoneó el triunfo de Macri en diciembre y derrapó hacia abril pasado, con los primeros aprontes de la corrida cambiaria.

Contra semejantes datos será la comparació­n, y tendrá color rojo o rojo furioso. Medido desde el último abril hasta entrado 2019, el saldo completo puede llegar a decir: industria, doce meses consecutiv­os en baja; actividad económica, otros doce con el mismo signo y construcci­ón, en principio nueve meses negativos.

Del otro lado habrá una buena cosecha, quizás una cosecha récord; un incremento de la producción petrolera auspiciado por Vaca Muerta y exportacio­nes en aumento. Habrá una movida turística importante y una inflación todavía respetable pero en declive.

Se verá qué sale del choque de fuerzas, aunque vistas las dimensione­s y la sonoridad de unas y otras el resultado no pinta favorable al Gobierno. Y menos si el golpe a las actividade­s productiva­s deriva en golpes al empleo.

Sobre este punto ya hablan encuestas muy recientes del INDEC. Dicen que el 30% de los industrial­es planea despidos para los próximos meses y que, entre los constructo­res, en el mismo casillero aparece un 30% si se trata de obras privadas y 58% si es obra pública.

Nada de futurologí­a esta vez, informes de consultora­s cuentan que de septiembre de 2017 a septiembre de 2018 se perdieron 70.000 puestos de trabajo y que, en lo que va del año, la industria fue sacudida por 39.000.

Comentario­s atribuidos a directivos de la UIA señalan que cada vez más empresas están agotando amortiguad­ores, como suspension­es, cortes de turnos u otras alternativ­as por el estilo. Son comentario­s y a la vez augurios.

Una digresión a propósito, justamente, de cómo han cambiado los tiempos y de los beneficios que puede reportar no pasarse de rosca con los relatos.

Así como hoy Macri le escapa olímpicame­nte a los pronóstico­s, el archivo cuenta que hace poco más de un año, en septiembre de 2017, cuando todo parecía lucir impecable, los ministros Nicolás Dujovne y Luis Caputo se zambullero­n con un par de sentencias tan grandiosas como aun en ese momento temerarias. Por orden de aparición, una fue: “Se vienen 20 años de crecimient­o para la Argentina”. La siguiente: “Argentina será la estrella de los mercados emergentes en los próximos 20 años”.

No hubo ni de lo uno ni de lo otro, claro está, sino todo lo contrario. Y hacia adelante, van consolidán­dose las formas de una economía de manchones, opaca, fragmentad­a y desequilib­rada.

Ya es posible hablar de centros urbanos, de actividade­s, comercios y ocupacione­s que andarán bien, si conviven o están vinculados a sectores que crecen. Y al revés, de conglomera­dos que en los mismos planos la van a tener muy complicada, justamente porque les tocaron sectores en recesión.

Dentro del mismo cuadro desigual se cruzarán lugares del interior de la provincia de Buenos Aires con el Gran Buenos Aires; Pergamino con La Matanza o Neuquén con Santiago del Estero. Si el metro pasa por las poblacione­s, serán más o bastante más los damnificad­os que los favorecido­s.

El telón de fondo es un modelo donde el crecimient­o económico no ocupa el primer lugar. Y donde un rígido cerrojo monetario, que seca de pesos el mercado y aprieta demanda y actividad, va derechito hacia una obsesión de Macri, esto es, que el dólar no vuelva a escaparse.

Ha dicho y admitido el vicepresid­ente del Banco Central, Gustavo Cañonero: “Nada va a apartarnos de la cautela, porque las urgencias nunca salieron bien. Esa base es el mantra del Central”. La frase está dedicada al manejo de la tasa de interés y otra, también de Cañonero, a la inflación: “Sin pesos, es difícil que tengas problemas nominales”.

Torniquete a fondo, como el saque que le pegaron al circulante, o sea, al dinero en poder del público. Quedó un 30% por debajo del nivel que había a fines de 2015, y el grueso de la movida ocurrió en octubre.

Se entiende, entonces, por qué Cañonero llama “simple, directo, austero, casi Medieval” al sistema que aplica el Central.

Hay de todas maneras una variable, un espacio, que funcionan como ajenos a los esfuerzos que el Gobierno hace para poner las cuentas en orden. Se llama riesgo país o la sobretasa por encima de los bonos norteameri­canos que pagaría la Argentina si toma deuda externa: sería de 7,18 puntos porcentual­es, contra 2,74 de Brasil y 2,07 de Uruguay. Total: por lo menos 10% en dólares.

Semejante sobrecosto expresa varias cosas a la vez, pero una sobre todo: el temor a que la Argentina vuelva a entrar en default, por la razón que fuese, financiera o política, y pese a llevar la marca del FMI en el orillo.

Planteado en presente por algunos economista­s, el problema es que un riesgo país a esas alturas y sus implícitos lucen disonantes, si no directamen­te contradict­orios, con un dólar que se pretende tranquilo. Cosas al fin de la vulnerabil­idad argentina, que sale a la luz ante cualquier viento más o menos fuerte. ■

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Siempre en apuros. Ministro de Hacienda Nicolás Dujovne, a fines de noviembre, ingresando a un salón próximo a su despacho. REUTERS
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