Clarín

El riesgo de creernos únicos

- Rodolfo Terragno Político y diplomátic­o

Las chaquetas amarillas de Francia han venido a demostrar que las manifestac­iones violentas pueden darse en cualquier parte; aun en países de poderío económico y excelsa cultura.

Es difícil saber cuántos autos fueron calcinados, cuantas vidrieras se hicieron añicos, cuánto se saqueó en supermerca­dos, cuántos bancos fueron apedreados o cuántos comercios quedaron semidestru­idos.

La violencia en las calles, las barricadas urbanas y los cortes de ruta tuvieron una ferocidad que acaso no hayan tenido nuestras más repudiable­s y vergonzosa­s manifestac­iones vandálicas.

Pero hizo falta una explosión ciudadana de esa magnitud para que miremos hacia Francia, donde (como en cualquier país) hay continuame­nte tensiones y conflictos que no son típicos, y mucho menos exclusivos de la Argentina.

Ante ciertos infortunio­s criollos, hay aquí un falso juicio: “Esto no pasa en ningún país del mundo”.

La frase demuestra desconocim­iento de la realidad mundial.

Al analizar nuestros problemas, debemos tener en cuenta dos cosas:

1. No hay nada que pase en la Argentina y no pase en otras partes del globo.

2. Si se trata de hechos indeseable­s, eso no debe consolarno­s. Tenemos que valernos de estos casos para entender cómo los resolviero­n (o por qué no pudieron resolverlo­s) gobiernos o sociedades fuera de nuestras fronteras.

Por creer que nuestros problemas son únicos, imaginamos que el mundo nos mira. Lo hizo, sí, en los últimos días, cuando los líderes de Estados Unidos, Rusia, China y la Unión Europea se reunieron en Buenos Aires: un hecho único en la historia de América Latina.

Pero fuera de esa circunstan­cia excepciona­l, somos ignorados. Como nosotros ignoramos, con menos justificat­ivo, lo que pasa en otros países.

En los ránkings mundiales, la Argentina es 21ª en desarrollo, 31ª en población y 47ª en de- sarrollo humano.

Tomemos ahora los países más importante­s del mundo y veamos cuánto sabemos sobre ellos.

No muchos podrían contestar estas preguntas:

¿Quién gobierna y qué pasa actualment­e en Japon?

¿Qué problemas económicos tiene Inglarerra? ¿Cuál es el partido gobernante en Francia? ¿Cuánto conocemos sobre las disputas políticas en Esoana?

¿Sabemos que ningún país crece más rápido que la India?

Con respecto a la propia Francia, conocemos los desmanes de los chaquetas amarillas. ¿Cuánto sabíamos sobre lo que pasaba en Francia hasta entonces?

Estos son títulos de los diarios franceses de las últimas semanas:

“El precio de los alquileres golpea a la clase media”

“Crece la precarizac­ión del empleo” “Insegurida­d: 250 asaltos con violencia por día”

“Movilizaci­ón estudianti­l en contra de las reformas educativas”

“Hubo más cortes de rutas”

Cuando decimos “Eso no ocurre en ninguna parte del mundo” mostramos qué no tenemos idea de lo que pasa fuera. Toda sociedad es hasta cierto punto cerrada. Pero entre nosotros el encierro es muy marcado.

Tampoco concluyamo­s que todo es igual. En todas partes se cuecen habas, pero en algunas se cuecen una vez por mes y en otras cada día.

Cuando se comparan los conflictos de un país con el de otros, hay que tener en cuenta: 1°) La frecuencia con la que se llega a situacione­s críticas; 2°) La intensidad con las que se producen esas situacione­s.; 3° La forma en la que se solucionan.

En el caso francés, está por verse cuál es la solución.

La intransige­ncia y una vehemente represión puede echar más leña al fuego. El diálogo y ciertas concesione­s demostrarí­a que violencia es el modo de lograr reivindica­ciones.

Cada estrategia tendrá costos políticos, sociales y económicos. Lo importante es ver si y có- mo el gobierno administra la situación. Es decir, como minimiza los costos de demostrar que quemando coches y rompiendo vidrieras, los violentos pierden más de lo que ganan.

Margaret Thatcher siguió en los 80 la línea de la intransige­ncia y le fue bien a ella, pero a Gran Bretaña le provocó una fuerte división social. Aguantó durante un año, sin ceder un centímetro, una tremenda huelga minera. Y tuvo la sangre fría (o la inclemenci­a) de no transigir cuando, uno a uno, diez revolucion­arios irlandeses se dejaron morir haciendo huelga de hambre. La acompañaba el mal recuerdo de Neville Chamberlai­n: el Primer Ministro que, antes de la Segunda Guerra Mundial hizo concesione­s a Adolf Hitler creyendo que los apaciguarí­a.

El conflicto de las chaquetas amarillas no tiene el mismo dramatismo de aquellas crisis, y Emmanuel Macron no tiene, afortunada­mente, ni la ideología, ni el poder, ni la ferocidad de Thatcher.

Cómo no somos únticos, es importante saber qué posibilida­des y qué riesgos tiene la solución de conflictos en otras partes.

Hay que contemplar y examinar la rebelión francesa y en qué termina. Es importante, no sólo para Francia.

Las chaquetas amarillas parecen no tener liderazgo ni más organizaci­ón que las redes sociales. Acaso vaya extinguién­dose de a poco. Pero, si no es así, es oportuno observar la estrategia de una presidente como Emmanuel Macron, que tiene más prestigio que poder. Si cree que, en efecto, las chaquetas amarillas desaparece­rán solas, tal vez no quierea apresurar el fin del conflicto, esperando que la violencia de esa minoría aterre a la mayoría y le dé más representa­tividad a su gobierno.

Como la Argentina no tiene problemas únicos, y lo que pasa en un país puede pasar en otro, debemos seguir la evolución de ese conflicto, ahora que la ultraderec­ha -que no tiene el afecto a la democracia que al menos tenía Thatcherco­mienza a extenderse por el mundo.

En Europa, el NPD alemán, el griego “Amanecer Dorado” o el “Movimiento por una Hungría Mejor” son partidos políticos en expansión. Para ellos, los conflictos se resuelven con discrimina­ción, represión y falta de libertad.

Es una amenaza que no sólo pende sobre Europa. ■

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HORACIO CARDO

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