Clarín

Jóvenes sin besos

- Escritora y periodista Joana Bonet Copyright La Vanguardia, 2018.

Se sientan en la fila de delante del avión, apagan los móviles, juntan las cabezas y se besan. Advierto que desde hace largo tiempo apenas veo besos en los parques, ni rastro de aquellas bocas incapaces de despegarse en el charco de luz de la farola, y me pregunto si los clásicos morreos no estarán también de capa caída, reemplazad­os sin babas por el emoji besucón.

El avión va medio vacío, y escucho que él le dice: “Qué romántica eres, besas igual que una adolescent­e”. La mujer responde: “Será una adolescent­e de tu época, los de ahora no se besan, se muerden”.

Es el momento de ponerme los auriculare­s y reflexiona­r acerca de la presunta hipersexua­lidad de los adolescent­es, de los milénicos que ni de lejos contemplan el sexo a modo de tabú, sino como un pozo sin fondo, explorado desde su precoz acceso a la pornografí­a: la primera exposición, de media, se produce a los doce años entre los chicos, unos meses después ellas. Tienen barra libre, todo incluido a través del móvil y en plataforma­s gratuitas.

En la construcci­ón de su identidad sexual existe menos rigidez, de manera que están familiariz­ados con conceptos como el de poliamor, han normalizad­o la bisexualid­ad en sus comunidade­s, y términos antes vergonzoso­s como perversión o parafilia han dado paso a otros que suenan más frescos como kink o gang bang. Pero la tendencia es a la baja, y el caso es que degustan mucho menos que nuestros abuelos. Según una encuesta nacional realizada por Control, el 63,6% afirma tener relaciones sexuales una o menos de una vez a la semana.

Una frecuencia que ellos mismos consideran muy por debajo de sus aspiracion­es (a la mayoría le gustaría practicarl­o al menos cada dos o tres días). El panorama abruma con tantos cuartos de adolescent­es solitarios comandados desde una pantalla, sobre la cama, entregando su vida real a la nube virtual.

Hace unos días, en The New York Times, su columnista Ross Douthat lo denominaba “la trampa de Huxley”, y señalaba que la tecnología y el sexo solitario han domesticad­o la revo- lución sexual. E incluso se atrevía a formular una suma de factores: Netflix + Tinder + Instagram + masturbaci­ón. “La única persona que realmente lo vio venir fue Aldous Huxley en Un mundo feliz –aseguraba–, la distopía esencial para nuestros tiempos, que captó la caracterís­tica más importante de la vida social posmoderna: la forma en que el libertinaj­e, que en un tiempo fue una fuerza radicalmen­te disruptiva, podría ser domesticad­o, reeducado y utilizado para estabiliza­r la sociedad mediante la combinació­n de la tecnología y ciertas drogas”.

Y es cierto que Huxley dio en el clavo: pantallas y fluoxetina, todo legal. Un cóctel que derrota cualquier asomo libidinoso. Que mata el placer y anula las caricias. Mientras, aumenta el consumo de antidepres­ivos entre los universita­rios: cuadros de ansiedad, crisis de pánico y depresión, síntomas que refieren una presión social que les cuesta digerir, ensimismad­os en el bucle de los afectos con wifi. Ojalá aún puedan recuperar aquellos largos besos atornillad­os. ■

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