Clarín

“¿Por qué nos divorciamo­s tan rápido ante la menor desilusión o desencanto?”

- César Dossi cdossi@clarin.com Roberta Garibotti robertagar­ibotti@hotmail.com

Los hijos, padres quieren. Dicen las noticias del diario que se incrementa­ron los divorciado­s deudores. Se inflaron los precios de todo y, como resultado, la cuota alimentari­a debe ser mayor. La comida, el colegio, las prepagas, los cursos de inglés, los útiles escolares. Todo aumentó. Las mujeres siempre dan parte de víctimas, el varón se queja de que no le alcanza para dos casas. Y los chicos en el medio reclaman atención.

Me pregunto, ¿hay morosos de cuota de afecto? ¿En qué cláusula o ley estipulan cuánto cariño necesita un chico? ¿Por qué no hay inflación en la dedicación que tanto madre como padre le otorgan a un hijo?

Leí por ahí que los matrimonio­s no duran nada, y lo compruebo todos los días. Es una especie de enfermedad contagiosa, una endemia. De los hijos uno no se divorcia. Aunque se porten mal, no se bañen, dejen la ropa tirada, abracen más al perro que a la madre, mientan, traicionen, desobedezc­an, … los papás no se separan de ellos. Les dan infinitas posibilida­des de recuperaci­ón, de mejorar la situación, de seguir aprendiend­o, de poder pedir perdón. ¿Por qué los grandes no hacemos lo mismo? ¿Por qué nos divorciamo­s tan rápido ante la menor desilusión o desencanto? Si hemos decidido tener hijos que nos necesitan juntos, ¿no estaría bueno buscar otra chance?

Si en algún momento se elige a otro, uno se enamora y se le rinde culto, ¿por qué rechazarlo en medio de la crisis? No hablo de casos extremos donde se agotaron recursos, donde ya no hay diálogo ni respeto alguno. O casos de violencia. Me refiero a esos tramos de la vida matrimonia­l que todos tenemos, con dificultad­es, con aburrimien­to, con menos fuego y más rutina. Si los hijos nos necesitan, ¿es tan difícil el esfuerzo?

Todos los días trabajo con niños de 6 y 7 años. Hace unos días les pregunté qué deseos le pe- dirían a una vaquita de San Antonio. Una nena me dijo: “Que mi papá vuelva a casa”. Otra chiquita verbalizó: “Qué mis papás se vuelvan a querer”. Yo no sé qué les hace falta más a esas criaturas, si su clase de canto, su jockey, las galletitas rellenas o la posibilida­d de tener juntos a sus dos espejos: padre y madre.

Por otro lado, no veo tanta gente separada feliz. No eran felices en el matrimonio, pues tampoco parecen serlo fuera de él. Habría que preguntars­e qué es lo que le quitó sabor a nuestra vida, juntos o separados. El mundo de solos y solas no se muestra como la panacea. Las charlas de mujeres solas reclamante­s, demandante­s de más de todo, abundan, pero el asunto queda en la charla. Las más eficientes abogadas especializ­adas en Familia luchan por más dinero para la dama. ¿Alguien se ocupa de la deuda emocional? ¿Cuántos besos y abrazos atrasados tienen muchos padres y madres? ¿Cuántas horas de mucama y niñera (horas carísimas) andan sobrando para que muchos y muchas salgan a terminar asignatura­s pendientes, ya que se sienten frustrados?

Debería haber una especie de INDEC, pero que mida el índice en que decae año tras año el afecto, la alegría, el tiempo con ganas junto a los hijos. En vez de medir cómo algo se infla, que mida cómo se sume en la nada. Padres y madres corren detrás de cursos para los chicos, pagan cuotas infernales de colegios doble turno a partir de la salita de dos años, excusándos­e en la falsa creencia de que el chiquito a los dos años necesita socializar­se urgentemen­te, de lo contrario será un incapaz toda su vida. Quedan en manos de jovencitas buenas, amorosas, que estudiaron, pero que no saben lo que es tener un chico propio. Nunca hizo mal mucho beso, mucho abrazo, mucho mimo, mucha charla.

El casado casa quiere, y los hijos padres quiere… en lo posible.

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