No volver a equivocar el diagnóstico
La cumbre del G-20 que se acaba de realizar exitosamente en Buenos Aires parecería confirmar lo que hace tiempo es un dato: el mundo vive un repliegue globalizador. Los principales líderes que asistieron a la cumbre no lograron un acuerdo para condenar al proteccionismo. En el mundo actual nadie regala nada, y cada país tiene que buscar su lugar a partir de un proyecto que potencie sus fortalezas.
Esta evidencia es uno de los mayores errores de diagnóstico que ha tenido el Gobierno nacional: pensar que el mero cambio democrático en el país le permitiría atraer las inversiones que esperaba sin necesidad de cuidar al mercado interno.
Para el país tiene una gran importancia haber sido un anfitrión responsable y constructvo de la cumbre, pero el esquema de gobernanza global sui generis que intentó asumir el G-20 está diezmado en su capacidad de generar efectos concretos sobre la economía del mundo, y sobre la suerte de los países que la integran.
Más allá de la tregua transitoria que lograron Estados Unidos y China en Buenos Aires, la guerra comercial que desató Estados Uni- dos no es una situación pasajera, sino el inicio de un nuevo proceso geopolítico estructural, que cambia el paradigma de multilateralismo basado en instituciones supranacionales que comenzó al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Datos sobran y están a la vista: en 2018 el comercio afectado por medidas proteccionistas por parte de los propios países del G-20 se duplicó, según la Organización Mundial de Comercio (OMC). El llamado que hace el comunicado final de la cumbre a reformar la OMC es síntoma de esto.
Las señales de ese nuevo mundo están claras desde hace tiempo. En 2016 Gran Bretñaa votó salir de l aUnón Europea (Brexit) y Donad Trump ganó la presidencia con una clara agenda anti-globalización. Ya desde la salida de la crisis de Lehman Brothers en 2008, Estados Unidos llevó adelante una política monetaria expansiva que condujo al país a uno de los ciclos de crecimiento más largos del último siglo. La reforma impositiva y la guerra comercial que promovió Trump consolidaron el proceso de expansión. Ante eso, la Reserva Federal venía anticipando que subiría gradualmente la tasa de interés, lo cual hacía prever que se encarecería la deuda que se tomó en lso primeros años de gobierno y cuyo destino no fue para invertir en un proceso de desarrollo que generara capacidad de repago.
El año que termina fue para nuestro país una demostración de esa falta de visión de desarrollo. La planificacióin gradualista del gobierno, basada exclusivamente en la deuda, erminó herida por realidades ajenas a su control, pero también por errores no forzados propios, que precipitaron un cambio de opinión de los mercados sobre los fundamentos de nuestra economía.
Los resultados están a la vista: la economía va a caer más de 2% cuando el gobierno esperaba que creciera más de 3%. La inflación va a estar cerca del 50% cuando el gobierno preveía que fuese del 15%.
El mundo sigue sumando complejidades. Y si el mundo y nuestro principal socio comercial se mueven, no podemos quedarnos quietos. Por más que 2019 sea un año electoral, la economía argentina no puede esperar por las medidas necesarias para hacerla sustentable en el largo plazo. Y los “brotes verdes”, como quedó claro en estos años, no van a crecer solos, sino que hay que prepararles el terreno.