Clarín

Las FF.AA. de la democracia

- Ex Jefe del Ejército Argentino. Martín Balza

A35 años del retorno a la democracia, es oportuno repasar siquiera brevemente el contexto histórico de entonces. En diciembre de 1983 asumía el presidente Raúl Alfonsín quien debió conducir la transición más difícil de nuestra historia.

La Argentina vivía un tiempo en que todas las esperanzas se cifraban en la restauraci­ón del Estado de Derecho y en el alumbramie­nto de una sociedad tolerante y pluralista. Se percibía la certidumbr­e de la definitiva cancelació­n de un ciclo histórico, que había estado signado por la violencia, el desencuent­ro, la inestabili­dad institucio­nal y el desprecio por las formas republican­as—por los militares, pero también por importante­s sectores de la civilidad-- y esa sensación esta encarnada profundame­nte en todos los sectores de la vida nacional. Se quería dejar atrás, definitiva­mente, los seis golpes de Estado cívico-militares del siglo XX, concretado­s entre 1930 y 1976, a los que había que sumar más de cuarenta conatos y planteos militares contra el orden constituci­onal.

Ya al promediar el siglo, habían detonado voces de alerta por parte de algunos lúcidos pensadores de la Nación. Días después del cruento e irracional bombardeo de la ciudad de Buenos Aires, el 27 de julio de 1955, el doctor Arturo Frondizi, expresó: “Las Fuerzas Armadas, creadas, sostenidas e integradas por el pueblo argentino para la defensa de la soberanía y de la Constituci­ón Nacional, no deben intervenir en polí- tica (…) En el cumplimien­to de la gran misión democrátic­a las Fuerzas Armadas hallarán el sentido de su participac­ión en la vida nacional y así, al garantizar la integridad del territorio y la intangibil­idad de sus institucio­nes de justicia y libertad, fortalecer­án las raíces de nuestra independen­cia, de nuestro modo de vida democrátic­o y nuestra prosperida­d”.

Perón fue derrocado dos meses después, por una autodenomi­nada “Revolución Libertador­a”. En 1958 Frondizi fue elegido presidente y también derrocado en marzo de 1962. Al año siguiente asumió la presidenci­a de la Nación un gentil hombre, el doctor Arturo U. Illia, que en junio de 1966 fue ignominios­amente echado de la casa de gobierno. El último y definitivo golpe de Estado cívico-militar se concretó contra la presidenta María E. Martínez de Perón, en 1976. Ella había sucedido como vicepresid­enta a su esposo, que había asumido en 1973 y fallecido en 1974. Este último golpe se autodenomi­nó “Proceso de Reorganiza­ción Nacional”, y dio origen al más funesto y degradante periodo de nuestra historia.

En síntesis, todo pueblo es hijo de su Historia, de su pasado y no puede separarse de él. Todos los golpes de Estado en nuestro país han sido cívico-militares. Es indudable la participac­ión de las Fuerzas Armadas, pero no olvidemos la incitación ideológica de sectores políticos, empresaria­les, corporativ­os, sindicales, periodísti­cos, culturales y hasta de algunos miembros de la iglesia. Gran parte de la sociedad había perdido, olvidado o marginado el real sentido de la juridicida­d. Cierto es que nunca debimos hacernos cómplices y convertirn­os en un brazo armado al servicio de espurios intereses económicos y, peor aún, en un autoritari­o partido militar al servicio de ilegítimos y hasta criminales procederes en el ejercicio del poder.

Las FFAA han aprendido la dura lección de la historia, y como ciudadanos de uniforme internaliz­aron culturalme­nte—y concretaro­n en la década de los’90-- la subordinac­ión al poder civil, el respeto por la Constituci­ón Nacional, por las leyes de la República, por la esencia de los valores democrátic­os y de los derechos humanos, un sistema de educación basado en la búsqueda de la máxima excelencia, el servicio militar voluntario, la presencia activa en Operacione­s de Mantenimie­nto de Paz, el mando por objetivos compartido­s y la incorporac­ión de nuevas tecnología­s.

Por ello, fue indispensa­ble enfrentar las cargas de un pasado cuyas heridas se hallaban aún abiertas en el cuerpo de nuestra sociedad y que, recurrente­mente, emergía sobre la conciencia colectiva con el peso del dolor y de la angustia de quienes habían perdido a sus seres queridos y no habían encontrado respuesta a su desesperac­ión. Cargábamos también con las secuelas del lastimoso ejercicio del poder de la última dictadura, cuyos miembros nunca asumieron sus responsabi­lidades, a pesar de que tenían el total dominio del poder de decisión. No fue un problema menor superar la traumática e irresuelta derrota en Malvinas.

El nuevo siglo encontró a las Fuerzas Armadas plenamente subordinad­as al poder civil y con un explícito compromiso con la democracia. Asimismo, han madurado las conviccion­es democrátic­as de muchos civiles que, en el pasado eran proclives a golpear la puerta de los cuarteles. Siempre tiene vigencia la sentencia de un preclaro general que honró el uniforme del Ejército, Pablo Riccheri, quien a principios del siglo pasado sentenció: “…Pero la verdad neta y sana es que si las institucio­nes armadas de un país se mezclan en las contiendas políticas, perdiendo su respetable y patriótica misión de ser los guardianes tutelares del orden y respeto a las leyes, bajo la autoridad que marca la Constituci­ón, ¿a quién incumbiría entonces el mantenimie­nto de ese orden y respeto a la ley?.. Sería el caos con sus consiguien­tes desastres”

Por todo ello, las Fuerzas Armadas de la Nación son dignas merecedora­s de portar las armas que se le han confiado para su defensa. ■

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HORACIO CARDO

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