Clarín

Escenas de violación en la literatura argentina

- Patricia Kolesnicov pkolesnico­v@clarin.com

"La literatura argentina empieza con una violación", enseñó el crítico David Viñas hace años ya. Hablaba de la famosa escena de El matadero, la novela que Esteban Echeverría escribió entre 1838 y 1840. El joven unitario cae en manos de sus enemigos. "Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa", dice uno de ellos y, entre varios, lo acuestan sobre una mesa. "Primero degollarme que desnudarme, infame canalla", grita el prisionero... y muere de rabia. La violación, al parecer, no se consuma.

En el mismo contexto, está La refalosa, de Hilario Ascasubi, 1853. "Unitario que agarramos lo estiramos; o paradito nomás, por atrás, lo amarran los compañeros por supuesto, mazorquero­s, y ligao con un maniador doblao, ya queda codo con codo y desnudito ante todo. "¡Salvajón! Aquí empieza su aflicción".

Todas violacione­s, hasta acá, que muestran algo que sostienen las feministas: la violación es política, la violación es agresión hecha a través del sexo, no sexo con violencia.

A veces, la cosa puede no resultar tan clara cuando se trata de varones y mujeres. En estos días, grupos de mujeres chilenas se opusieron a que le pusieran "Pablo Neruda" al aeropuerto de Santiago, recordando que, en Confieso que he vivido, el poeta cuenta cómo forzó a una sirvienta en Ceilán. Nadie lo denuncia, nadie lo escracha: los hechos habían ocurrido alrededor de 1930; él los cuenta en 1974 sin pudores. Otros tiempos.

Tampoco ha escandaliz­ado otra violación narrada, livianamen­te, por su perpetrado­r; en este caso, un personaje. Fabio, el joven protagonis­ta de Don Segundo Sombra (1926), encuentra a una chica sola en el maizal. Se le insinúa, ella se resiste. "Su desprecio era duro e hirió mi amor propio", cuenta. "Entonces sentí que por ningún precio la dejaría escapar y rápidament­e la tomé entre mis brazos, a pesar de su tenaz defensa y de sus amenazas" (...) "Empeñosame­nte la arrastré hacia el escondite de los tallos verdes, que trazaban innumerabl­es caminos". La chica, primero se defiende, después se ríe. Al final abre la boca "como si sufriera" y él saca pecho: "Me querés, prendita". Y entonces "la dejé que se fuera, muy digna, murmurando frases que consolaban su pudor y su amor propio". No dice "al final, le gustó", pero se entiende.

Sergio Bizzio lo cuenta desde la perspectiv­a de un marido que no se anima a intervenir, en su novela Era el cielo: "Cuando llegué, dos hombres violaban a mi mujer. La escena me impactó con dosis iguales de incredulid­ad y de violencia, como si un niño acabara de golpearme con la fuerza de un gigante. Uno de los hombres, con el pantalón desabrocha­do, de pie frente a Diana, que estaba de rodillas, la sujetaba de la nuca con la misma mano en la que tenía un cuchillo, obligándol­a a hundir la cara en su entrepiern­a, mientras que el otro, desde atrás, inclinado sobre ella, le desprendía los botones del vestido." El dilema es de él: ¿qué hará cuando termine todo? ¿Puede decir que lo vio y no se jugó la vida? ¿Puede seguir como si nada? ¿Ella le contará?

En 1973, Osvaldo Lamborghin­i cuenta con crudeza en El niño proletario una violación en banda, contra un varón: "Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor".

Es Borges, cuándo no, quien da una vuelta de tuerca. Emma Zunz -en el cuento que lleva ese mismo nombre- finge una violación para vengarse del patrón de la fábrica. Inventa la escena para que todos los elementos lo inculpen. Pero, para eso, ah paradoja, tiene que haber sido penetrada en las horas indicadas. Así que va y se acuesta con un marinero cualquiera en el puerto. ¿Un precio alto por la venganza? Puede ser, pero entre un acto y otro, está la voluntad de Emma. Su carácter de sujeto. Su deseo. No es poca cosa. ■

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Días de odio. La película de Torre Nilsson basada en Emma Zunz.

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