Clarín

Entre la Tribuna y los Tribunales

- Andrés Rosler Doctor en Derecho (Universida­d de Oxford)

En su fallo “Batalla”, del 4 de diciembre pasado, la Corte Suprema ha tomado una decisión histórica, aunque no precisamen­te en el buen sentido de la expresión. En efecto, tal decisión implica no solo un giro de ciento ochenta grados en relación al fallo “Muiña” sobre el 2 x 1, sino además la convalidac­ión de una ley penal retroactiv­a, la 27362, a pesar de que la Constituci­ón diáfanamen­te estipula en su artículo 18 que: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”.

El derecho a la irretroact­ividad de la ley penal más gravosa no solo figura en nuestra Constituci­ón, sino que además es parte del derecho internacio­nal penal (basta repasar a tal efecto, por ejemplo, la Convención Americana de Derechos Humanos y el Estatuto de Roma) y por lo tanto es un derecho humano. La gran pregunta entonces es por qué, con la sola disidencia del Presidente de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrant­z, nuestra Corte Suprema ha decidido ignorar un derecho humano.

Hay dos grandes argumentos al respecto. El primero es de naturaleza interpreta­tiva y alega que en la así llamada “ley del 2 x

1”—la cual fue modificada retroactiv­amente por la ley 27362—no estaba claro si era aplicable a los delitos de lesa humanidad. De ahí que el nombre oficial de la ley 27362 sea el de “ley de interpreta­ción auténtica”.

Sin embargo, la ley del 2 x 1 habla de los delitos en general y realiza una sola exclusión, a saber los casos de estupefaci­entes, que además fuera declarada inconstitu­cional por un fallo de la Corte Suprema (“Véliz”) ya que violaba garantías penales básicas.

Algunos sostienen que el solo hecho de que el fallo “Muiña” haya sido por 3 a 2 implica la existencia de un desacuerdo genuino alrededor del significad­o de la ley del 2 x 1. Sin embargo, un fallo judicial—particular­mente sobre un caso penal— no es un espectácul­o en el cual nos interesa ver varios artistas en escena, todos de un mismo lado, sin que nos importe qué es lo que están haciendo, o un partido de fútbol en el que no nos importa quiénes hacen los goles, sino que todos sean hechos por el mismo equipo.

Se ha vuelto frecuente, asimismo, sostener que todas las disposicio­nes jurídicas deben ser interpreta­das. Pero en tal caso salta a la vista que la idea misma de una “ley interpreta­tiva” no solo es redundante ya que también debería ser interpreta­da, sino que además con- duce a una regresión al infinito.

El segundo argumento es de naturaleza moral y sostiene en muy pocas palabras que quienes han cometido delitos de lesa humanidad no “merecen” derechos humanos tales como la aplicación de la ley más benigna y/o la garantía constituci­onal de la irretroact­ividad de la ley penal más gravosa.

Obviamente, semejante argumento no solo implica borrar con el codo lo que solemos escribir con la mano acerca de los derechos humanos, sino que además confunde el razonamien­to jurídico con el moral, lo cual vuelve irrelevant­e al sistema jurídico en su conjunto (Constituci­ón, Código Penal, etc.).

Dada la insolvenci­a de ambos argumentos—el interpreta­tivo y el moral—es asimismo natural que nos preguntemo­s de dónde provienen.

La explicació­n es que nos hemos acostumbra­do a que las discusione­s sobre leyes y fallos ya no giren alrededor del derecho, sino alrededor de cuestiones morales y políticas, como los merecimien­tos éticos de los condenados, cuánta gente hay en alguna plaza o a lo sumo alrededor de un libro sobre cómo debería ser el derecho.

En otras palabras, ya no discutimos acerca del derecho válido, sino que preferimos hablar del derecho tal como nos gustaría que fuera. Ojalá que muy pronto las discusione­s acerca de los fallos de la Corte Suprema vuelvan a ser sobre el Reglamento y dejen de ser sobre la tribuna. ■

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HORACIO CARDO

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