Clarín

La sociedad no se construye con imposibles

- alberamato@gmail.com Alberto Amato

Cuenta la leyenda que Bolivia padeció a un dictador, el general Mariano Melgarejo, un poco dado a las bebidas espirituos­as, que en 1870 decidió enviar un contingent­e militar a Europa convencido de que Bolivia debía ayudar a Prusia en la guerra franco prusiana. Sus consejeros le hicieron notar que, para cumplir su encomiable orden, había que cruzar un océano y que Bolivia no tenía marina de guerra. Ni marina. Ni barcos. La respuesta de Melgarejo fue: “Se me van a nado, carajo. Y me fusila al milico que deje mojar la pólvora”.

Pedir lo imposible es una pasión universal. Una pasión estúpida y vana, pero pasión al fin. Los muchachos que en mayo de 1968 y en París desafiaron a un régimen sin saber cómo reemplazar­lo, escribiero­n en las paredes de la Sorbona: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Muy bonito. Y muy romántico. Pero baldío. Pedir lo imposible, salvo en el mundo de los sueños, que sueños son, te garantiza la nada y te coloca en el rol de eterno exigente, de perenne inconformi­sta, de eterno sufrido y de Sísifo impotente que jamás alcanza nada. Ni siquiera lo posible. Puede que esa estrategia dé rédito en política, sobre todo en quienes saben que nunca llegan y se arrebujan cómodos en su papel de supuestos virtuosos. Pero una sociedad no se construye con imposibles. Los tipos que cambiaron el mundo soñaron lo imposible, sí, pero pidieron lo racional, lo probable, lo realizable. Quien pide lo imposible, quejoso perpetuo, no aspira a cambiar nada porque si algo cambia, el negocio tambalea.

Como en todo, en el mundo de las demandas debería imperar la sensatez. No vaya a ser cosa que dejemos mojar la pólvora.

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