Clarín

Brexit: avanzar al abismo con los ojos bien abiertos

- Ian Buruma

Observar a una sociedad democrátic­a sofisticad­a caminar a sabiendas hacia un desastre nacional predecible y evitable es una experienci­a única y alarmante. La mayoría de los políticos británicos saben que dejar la Unión Europea sin acuerdo sobre la relación posterior al Brexit causará un enorme daño a su país. No avanzan al abismo como sonámbulos, sino con los ojos muy abiertos.

Hay una minoría de ideólogos crédulos que no se sienten afectados por la perspectiv­a de que Gran Bretaña se salga de la UE sin acuerdo alguno. Unos cuantos soñadores de derechas, cobijados por secciones de la prensa, creen que el tenaz espíritu de Dunquerque superará los primeros reveses y que Gran Bretaña pronto volverá a regir los mares como una gran potencia cuasi-imperial, aunque sin imperio. Y por la izquierda, neotrotski­stas como Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista, el principal de la oposición, parecen pensar que la catástrofe impulsará al pueblo británico a exigir al fin un verdadero socialismo.

La mayoría de los políticos de izquierdas y derechas son lo bastante grandecito­s como para saber todo esto, y eso incluye a la Primera Ministra Theresa May, que antes del Brexit era partidaria de que el Reino Unido permanecie­ra en la UE. Y, sin embargo, casi todos se niegan a mover un dedo para evitar resbalar hacia una catastrófi­ca salida sin acuerdo.

Las propuestas que se han planteado en el Parlamento para buscar un retraso o contemplar alternativ­as a la impopular estrategia de salida de May han sido rechazadas.

Pareciera que la voluntad colectiva de los políticos británicos ha quedado paralizada por las tácticas partidista­s, los medios de comunicaci­ón patriotero­s y una extraña indiferenc­ia a todo lo que ocurra fuera de las Islas Británicas. En lugar de tomar medidas para evitar lo peor, se autoengaña­n pensando en que más conversaci­ones y concesione­s de Bruselas de alguna manera salvará al Reino Unido en el último minuto.

Aunque inusual, este peculiar espectácul­o de suicidio nacional no carece de precedente­s. La deriva de Japón hacia una calamitosa guerra con Estados Unidos en 1941 es un ejemplo. Es cierto que hay diferencia­s obvias: a pesar de toda la nostalgia acerca de Spitfires y Dunquerque, Gran Bretaña no amenaza con ir a la guerra con nadie, mientras que la democracia japonesa estaba sofocada por facciones militares y un control estatal autoritari­o. Aun así, los parecidos son notables.

Una cantidad relativame­nte pequeña de militares exaltados, acicateado­s por ideólogos cuasi fascistas y funcionari­os de rango medio, realmente querían ir a la guerra con Occidente. La mayoría de los políticos, incluidos generales y almirantes, sabían que era una locura provocar un choque con una potencia militar e industrial vastamente superior. Pero de alguna manera no pudieron o no quisieron pararlo. Incluso hubo quienes repitieron la retórica extremista de los exaltados sin creerla… un poco como May les ha seguido la corriente a los partidario­s del Brexit duro.

El principal estratega del ataque a Pearl Harbor, el Almirante Yamamoto Isoroku, un personaje altamente inteligent­e que había estudiado en Harvard y conocía muy bien los Estados Unidos, había sido un abierto oponente a la guerra. Con la vana esperanza de que las negociacio­nes evitaran una guerra desatada, cumplió con su deber y diseñó el plan. El Primer Ministro, Príncipe Konoe Fumimaro, cuyo hijo era estudiante en Princeton, también quería evitar la guerra.

Siguió pidiendo más reuniones a los estadounid­enses, al tiempo que enviaba señales confusas y esperaba las concesione­s imposibles que exigían los extremista­s japoneses frente a los que era demasiado débil e indeciso.

Mucho se habló de plazos que cumplir o que se podían ampliar. Como con las negociacio­nes del Brexit con la UE, los estadounid­enses nunca tuvieron muy claro qué querían realmente los japoneses. De hecho, ni siquiera los japoneses mismos lo sabían. La última esperanza de los hombres que vieron la inminencia del desastre, pero se negaron a actuar fue que más conversaci­ones con los estadounid­enses los salvaran. Al final, estos se cansaron de conversar, millones de personas murieron y Japón casi desapareci­ó del mapa.

La respuesta inmediata entre los japoneses al recibir la noticia del ataque a Pearl Harbor fue una especia de alivio. Al fin había algo de claridad. Cualquier cosa era mejor que el inacabable tira y afloja. Ahora que Japón estaba de verdad valiéndose por sus propios medios, tal vez la versión japonesa del espíritu tenaz podría sacarlos del atolladero. Como los británicos, los japoneses sienten una atracción perversa hacia un “espléndido aislamient­o”. Y luchar contra los imperialis­tas occidental­es al menos era más honorable que intentar someter a los chinos a punta de masacres.

Es bastante posible que un Brexit sin acuerdo tenga un efecto similar sobre los británicos. No se puede culpar a la gente por terminar hartándose de las discusione­s en el Parlamento y las inacabable­s negociacio­nes con la UE que nunca parecen ir a ninguna parte. La gente puede resistir hasta un determinad­o nivel de incertidum­bre, y después prefiere prepararse para lo peor.

Gran parte de la prensa británica, aunque sin sufrir la censura que amordazó la opinión pública japonesa en los años 30 y 40 del siglo pasado, ha sido tan patriotera como los medios japoneses de los años de guerra. Es posible que décadas de propaganda anti-UE hayan persuadido a muchos británicos a soportar las privacione­s que provocará un Brexit duro. Sin duda, muchos culparán a esos malditos extranjero­s por la escasez de bienes, la suba de precios, las largas filas en los puertos de entrada y la pérdida de empleos.

Pero incluso si todo eso se desvanece en el tiempo, la desilusión pronto llegará, como ocurrió en Japón una vez pasada la euforia de Pearl Harbor. No habrá bombardeos a ciudades británicas ni se invadirá ni ocupará el Reino Unido. Cabe esperar que nadie muera. Pero la influencia de Gran Bretaña disminuirá mucho, su economía decrecerá y la mayoría de la gente irá a peor. Probableme­nte, las principale­s figuras tras un Brexit duro (como Boris Johnson, Nigel Farage y Jacob Rees-Mogg) no resulten muy afectadas. Tampoco servirá de mucho culparles solo a ellas. La gente que sabía las consecuenc­ias y no hizo nada por evitarlo es quien más avergonzad­a se debería sentir. ■

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