Clarín

El sonoro silencio de la complicida­d

- Ricardo Kirschbaum

Lo que pasa en Venezuela es fácil y bien conocido: destruidos los controles del poder que la democracia pone sobre los que mandan, las tiranías se vuelven imparables siempre en camino a una tragedia mayor. Casi indefectib­lemente es lo que termina pasando y los ejemplos sobran.

Ocurre que ya no es uno o unos pocos los que mandan, sino que a ellos se suman al principio cientos y después crecen de a miles los ansiosos de caerle en gracia al tirano. Son cuentaprop­istas en procura de conseguir o no perder los privilegio­s que el régimen y su crisis le niega al resto.

Difícil encontrar alguien con los pergaminos personales y políticos de la ex presidenta

chilena Michelle Bachelet para, en nombre de las Naciones Unidas, informar qué es lo que pasa en Venezuela, porque las cifras son de asombro.

La historia del mundo muestra que esto suele pasar. Nuestra propia historia nacional tiene recuerdos cercanos de la muerte, para parafrasea­r una versión nonfiction del horror en la ESMA que escribió con rigor y oficio Miguel Bonasso. Bachelet estuvo en Venezuela entre el 19 y el 21 de junio y entrevistó a unas 550 víctimas del chavismo o testigos directos. Recogió cifras de espanto: 5.287 muertes en 2018 más 1.569 entre enero y mayo pasados.

Son casi increíbles 6.856 asesinatos atribuidos a grupos de choque chavistas, oficiales y paraoficia­les. El país está privado de los controles de la democracia y ese es uno de los precios crecientes que se pagan en cualquier lugar cuando, con cualquier fanatismo, el fanático ya olvidó de qué lo era, pero redobla su esfuerzo para seguir siéndolo.

También hasta no hace mucho, era increíble para algunos los 4 millones de venezolano­s emigrando. Sólo los muy fanáticos nie

Lo único que Maduro puede asegurar es que este dramático conteo del horror se amplíe más

gan la verdad y el significad­o de los números de ese éxodo histórico. Pero hay otra fórmula de negación más hipócrita y venenosa: consiste en omitir cualquier cuestionam­iento para pasar desapercib­idos.

Los ejemplos en la política argentina son impúdicos: siguen jugando a no ver lo evidente en razón de que la ideología les cierra los ojos, en el mejor de los casos.

Acusado de conspirar contra Maduro, Rafael Acosta Arévalo, un militar retirado, murió el sábado estando en custodia de una unidad de contrainte­ligencia militar. Había sido detenido el 21 de junio, fue dado por desapareci­do durante una semana, y apareció en silla de ruedas e incapacita­do de hablar siete días después.

El juez ordenó su traslado a un hospital militar. Allí murió al día siguiente. La autopsia, revelada por el periodista Eligio Rojas, desnudó inconcebib­les torturas: lo aplastaron. Que esa autopsia haya trascendid­o por la valentía de Rojas muestra que así como crecen los sicarios, la resistenci­a también se anima.

Lo único que puede seguir mostrando la tiranía de Maduro serán más noticias de tragedia y su complement­o, las consabidas sobredosis de hipocresía compartida, como las ideológica­s tradiciona­les, las más nuevas estratégic­as de Rusia, y los silencios de quienes compraron e hicieron propios los delirios del chavismo.

Venezuela sigue mostrando al mundo que la inclinació­n latinoamer­icana por las dictaduras, aunque debilitada y mucho en varios países de la región, no está derrotada.

Y la complicida­d, que también se ejerce haciendo como que mira para otro lado y callando, ahora se hace cada vez más sonora.

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