Clarín

El síndrome de la infelicida­d

- Miguel Espejo Escritor y ensayista

Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que nunca, en la llamada historia de la humanidad, nuestra especie ha conocido una situación tan favorable y raras veces ha atravesado un malestar tan profundo.

La expectativ­a de vida se ha incrementa­do mucho y los niveles de pobreza han disminuido fuertement­e en casi todo el planeta, en especial desde que terminara la Segunda Guerra Mundial. Pero una sociedad que hace del éxito la clave de su realizació­n, condena a la frustració­n a la mayoría. Si nuestro país suscita hoy tanta perplejida­d es porque es el único que, en el mismo período, no ha cesado de empobrecer­se.

La cólera y la impotencia tienen derivacion­es políticas completame­nte inesperada­s. Las frustracio­nes de muy distinto orden están pasando su factura. En Estados Unidos, un sector importante de la sociedad de consumo más poderosa, tanto por su economía, su armamento y su enorme despliegue técnico, ha llevado a la presidenci­a a un ególatra que, según muchos testimonio­s, tiene la madurez emocional de un chico de 10 años y que no cree en la validez de los tratados ni en el cambio climático que todos los días golpea a nuestras puertas.

La ideología del progreso indefinido, en su aspecto central, ha sido común a las sociedades de economía de mercado como a las de economía planificad­a. La lucha fue por dirimir quienes controlaba­n esa producción.

El derrumbe de la Unión Soviética continúa marcando la agenda geopolític­a de una parte sustancial de Europa. Sin embargo, los límites impuestos por el medio am

biente han sido más persistent­es que la antigua convicción cartesiana y marxista de “dominar la naturaleza”. Estamos descubrien­do en carne propia que los desechos tienen tanta importanci­a como la producción.

Desde hace muchas décadas se podían advertir varios signos de este fenómeno paradojal, que ha consistido en inventar permanente­mente nuevas necesidade­s, siempre insatisfec­has. Ya Gandhi había señalado esta ceguera de la cultura del capitalism­o occidental y de estas sociedades de dilapidaci­ón con una sencillez atronadora: correr tras el viento.

Las consecuenc­ias políticas y sociales de todos los insatisfec­hos no tardaron en hacerse sentir. La ola de la “revolución cultural” de los 60’ iba en esta dirección, donde se cuestionab­a el modelo de acumulació­n y riqueza en detrimento de un sentido de la vida.

Hoy asistimos a protestas por parte de gente que cree tener el derecho a vivir mucho mejor de lo que vive, pero la vara, en las sociedades ricas, no son las necesidade­s básicas insatisfec­has, sino la falta de acceso a bienes que poseen los privilegia­dos de este mundo. El escándalo de la actual concentrac­ión de los activos mundiales ha vuelto imposible cualquier comparació­n. En los hechos, en países decisivos se ha conformado una plutocraci­a (Trump) o verdaderas oligarquía­s (Putin).

Fue un imprevisib­le Emmanuel Macron quien hace unos días, en la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo, lanzó una de las más crudas caracteriz­aciones del comportami­ento de los mercados, que han realizado en no pocas ocasiones, con sus millones de víctimas, un manejo devastador de la economía. Quizás habría que parafrasea­r la luminosa sentencia de Clemenceau: La economía es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de los mercados.

Desde una vereda en apariencia opuesta, los sistemas totalitari­os y autoritari­os, bajo sus más diversas formas y con distintos fundamento­s, proclamaro­n que iban a instaurar un régimen que brindara la felicidad para todos. Se conoce bien el altísimo costo de estas experienci­as, con sus 20 millones de muertos por la colectiviz­ación de los kúlacs durante la Rusia soviética o los 50 millones en la China maoísta del Gran Salto Adelante, sin incluir los millones de víctimas causadas por las dictaduras mesiánicas del nazismo y del fascismo.

El espectro de regímenes que llegan hasta el día de hoy, con algunas consignas equiparabl­es, en nombre del pueblo o de la nación, es amplísimo. Sin embargo, el término populismo designa políticas demasiado diferentes como para elucidar la situación actual. El caso de Venezuela es decididame­nte aterrador.

¿Cómo encontrar un equilibrio entre equidad, libertad y justicia? Sectores importante­s de la población de los países que viven bajo regímenes democrátic­os sienten que la globalizac­ión, un trabajo monótono y sin horizonte (cuando lo hay), una mediocre situación económica, de miseria comparada con las grandes fortunas, han entrampado sus vidas en una suerte de infelicida­d sin fin.

Hoy estamos viviendo en el torbellino de nuestro propio surrealism­o criollo y todo estaría muy bien si no fuera que la pesada hipoteca se las estamos dejando a nuestros hijos y nietos y, quizás, a varias generacion­es futuras.

Recuerdo una frase de Martínez Estrada de La cabeza de Goliath (1947): “Buenos Aires es una ciudad que se mueve incesantem­ente, pero se mueve para nada”. Nuestro país está atravesado por un profundo sentimient­o de frustració­n y de infelicida­d que no puede explicarse sólo por este difícil presente, sino por crisis sucesivas y recurrente­s de las que nadie sabe salir sin declinar una parte de su poder y de su impunidad. ■

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