Milo Lockett La intimidad del artista que desafía prejuicios y ama los colores
Popular y solidario, exhibe un centenar de obras en Galerías Witcomb, la más antigua del país. “¿Por qué pintar tiene que ser algo de pocos?”, pregunta.
Se fundió, sí, pero algo bueno salió de la crisis de 2001 para Milo Lockett: en aquel entonces, trabajaba en la industria textil –tenía una fábrica de estampado en Resistencia, Chaco, donde nació hace 51 años– hasta que las cuentas no dieron para más y entonces decidió volver a lo que siempre le había gustado. Volvió a pintar. Autodidacta del pincel, ahora, su arte, sus colores, sus formas, son una marca registrada.
Es lunes y, algo oculto bajo una gorra, Milo entra a Galerías Witcomb, en Rodríguez Peña al 1000, pleno Barrio Norte porteño, a metros del Palacio Pizzurno. Tiene en sus manos restos de pintura celeste, porque Milo es, antes que nada –y así de define– una persona que pinta mucho, una máquina de pintar, y producir cuadros, y crear colores y, ya que está, combinar esos colores como le pinte. Viene de su taller, en Palermo, donde trabaja a diario, al menos ocho horas. O diez.
O doce. Lo que necesite.
En Witcomb, lo espera Jorge Calvo, dueño, curador y coleccionista de arte, que en 2010 recuperó el nombre de la galería más antigua del país, la que empezó como estudio fotográfico en 1868 y realizó las primeras exposiciones de pintores como Benito Quinquela Martín y Antonio Berni. ¿Podía entonces una galería como Witcomb, antigua, tradicional, clásica, una galería que ofrece obras de Carlos Alonso, Soldi, Spilimbergo, Cogorno, Castagnino, Del Prete y Kuitca, entre otros, exponer también a Milo Lockett? ¿Por qué no?
Para Calvo, que tiene una fábrica de calzado y es amante del arte, descubrir a Milo fue maravilloso. Y se lo debe, en parte, a una de sus hijas que hace unos años en una feria de arteBA, ante un comentario prejuicioso respecto a la masividad del stand de Lockett, lo sacudió: “Estás equivocado. Ni loca cuelgo en mi casa uno de los cuadros que tenés en la galería. En cambio, uno de Milo, sí”. En algo me estaré equivocando, pensó Jorge en ese momento, y le dio una oportunidad a Lockett, al punto de armarle una sala con una muestra permanente. “El arte entra a mu
chas casas gracias a la obra de Lockett”, señala ahora Calvo.
En la pequeña sala donde durante todo el año se exhiben obras de Milo Lockett, en este momento descansan los cuadros de Spilimbergo y compañía. Mientras, en el espacio principal, Milo recorre su exposición, se saca selfies, firma autógrafos. También, muestra las fotos de sus cuatro hijos, incluyendo a Paloma, que hació hace 20 días.
Entre los visitantes está la modelo y conductora Ivana Nadal, de radiante sonrisa y con los labios pintados de blanco, como si estuviera protegiéndolos del sol en una playa. Acaba de elegir una de las pinturas más grandes de la muestra y ya se la está llevando. Imposible establecer si es una de las más coloridas, porque coloridas son absolutamente todas. –¿Cuál es la importancia del color para vos?
–Para mí, el color es más importante que la forma, el color tiene vida, tiene luz, tiene alegría. Cuando hago un monocromo (aclaración: hay uno solo entre 100 obras expuestas) es para descansar del color. Como no estamos acostumbrados a usar el color, nos parece que tenemos que tener un saber para usarlo. Y ahí discrepo con todos. Nos pasa a la hora de combinar la ropa, nos cuesta ponernos color, por lo estético: el color es una estética. Están los que dicen ‘el marrón no me gusta’. No te gusta porque no lo usaste, los colores son todos interesantes. Yo uso el color descaradamente, sin preocupación. Yo siempre digo que mi arte es arte despreocupado. Yo no tengo la preocupación de “ser obra de arte”. En todo caso, eso lo dirá el tiempo. No estoy en esa búsqueda, ni me interesa. Me parece muy soberbio.
–¿Y te sentís querido y valorado por tus pares?
–Sí, me siento reconocido y querido. Puedo tener diferencias con alguno, uno no es perfecto, pero no me puedo quejar. Hay que pensar más en cuál es el aporte que uno le hace al arte, porque el arte a nosotros nos cambia la vida. A mí me dio mucho, más de lo que yo le di. Todos los días pienso de qué manera colaborar con el arte, que no es lo mismo que pensar que el arte me tiene que dar algo a mí.
–¿Y qué pensás que le podés dar al arte?
–Me muero de amor cuando alguien me dice ‘me diste ganas de pintar’ o ‘perdí el miedo a pintar’. ¿Por qué pintar tiene que ser algo de pocos? Hay que jugar. Esto se lo planteo a los padres: dejen de pensar en el niño como artista. Los niños tienen que jugar con el arte, tienen que animarse y perder los miedos. ¿Por qué es tan importante el primer garabato? Porque estás construyendo tu personalidad. Por eso no hay que corregir. Hay que ser permeable a la equivocación. Si no, es como pensar que uno está predestinado a algo. Ese es un prejuicio que tienen los artistas, que piensan que todo lo que hacen es obra de arte. ¡Y no! Justamente nos tenemos que acercar al público. –Sos muy reconocido entre el público infantil, sos de los pocos pintores a los que reconocen por la calle y hasta reconocen tu estilo. Son tus seguidores más fieles, ¿de dónde sale esa empatía?
–Tenemos un lenguaje común que hace que nos conectemos muy rápido: el tipo de dibujo, el color, los personajes casi sin sexualidad. Me encanta cuando me los cruzo y me dicen ‘yo pinto mejor que vos’. Está buenísimo, porque quiere decir que se identificaron. Es un dibujo que no es ajeno a su mundo, es muy sencillo, es simple. Cuando te acercás a un cuadro hiperrealista, pensás que nunca vas a pintar de esa manera y termina siendo un limitante para decir “soy espectador”. Cuando, por el contrario, te dicen ‘yo lo puedo hacer mejor’, significa que todos podemos pintar. Una vez, hice una muestra que se titulaba: ‘Es tan fácil de pintar que hasta yo lo hago’.
En su taller, Milo trabaja con ayudantes: él pone la idea, arma la base del cuadro, consigue el color que quiere, da indicaciones. En algunas obras trabaja solo; en otras, no. Pero la pincelada final, antes de las cuatro capas de barniz para dar brillo, la da él. “Tener ayudantes me permite bajar la ansiedad, porque voy más rápido con la idea que con la mano. Trabajo en seis o siete cuadros al mismo tiempo. Además, soy muy disperso y necesito que me vayan corriendo las paletas de colores, porque a lo mejor meto la mano y mezclo todo. Y es difícil volver a obtener el mismo color”, detalla Milo.
Tan prolífico como solidario, su arte es también “un arte social”, siempre que puede se suma a campañas benéficas: integra Unicef, pintó murales en hospitales, jardines de infantes y centros comunitarios, hizo talleres masivos al aire libre, participa en campañas de concientización (la última es “Hablemos de cáncer” y ya convocó para octubre a 120 artistas mujeres para exponer sobre cáncer de mama) y dona periódicamente obras para subastas benéficas.
–¿Qué les aconsejás a otros artistas o a tus ayudantes?
–Que trabajen mucho, van a tener más posibilidad de encontrar su obra. No conozco ningún artista en la historia que haya sido vago. Tenés que estar abierto, trabajar muchas horas, la obra no sucede pensando. Al revés de todos los artistas, yo no creo en la inspiración. Y no creo por una cuestión científica: de la prueba y el error aparecen los aciertos. –¿Quiénes son tus referentes artísticos?
–Me gusta mucho Jorge De la Vega. Me hubiese gustado que no se muriera tan joven. Y artistas de todo ese grupo: Yuyo Noé, Rómulo Macció, Ernesto Deira, Miguel Dávila. También Guillermo Kuitca, Diana Aisenberg, Marina De Caro, Raquel Forner. –¿Cuál es el lugar más exótico al que llegó tu arte?
–Hace poco llevé a China 32 cuadros y pinté un mural en un distrito de arte. Me gustaría que la muestra se quede de gira en esa zona. Y hace unos años, en Punta del Este, me compró cuadros un empresario africano que vendía piedras preciosas. ■