Clarín

El país no nació en 1816

- Sabrina Ajmechet Historiado­ra

La Argentina no nació el 25 de mayo de 1810. Tampoco nació el 9 de julio de 1816. La Argentina se fue construyen­do lenta y trabajosam­ente, a lo largo de décadas. El país que somos, con nuestros límites geográfico­s e institucio­nes, es fruto de un proceso contingent­e, arbitrario, resultado de la acción y del azar.

En esta construcci­ón hay hitos y el 9 de julio es uno de ellos. Todos sabemos que aquel día declaramos la independen­cia. Nos dijimos a nosotros, le dijimos a España y al mundo entero: "Somos una nación independie­nte". Ya habían pasado seis años desde que decidimos, a través de una revolución, autogobern­arnos. ¿Por qué, entonces, llegó en aquel momento la necesidad de independiz­arse?

El 25 de mayo, los miembros de la Primera Junta juraron conservar los dominios de América en nombre de Fernando VII. No se habló de independen­cia ni de reemplazar definitiva­mente a la monarquía por otra forma de gobierno. Lo que se hizo fue consagrar un gobierno local, sito en Buenos Aires, que se convertía en poder soberano dado el cautiverio del rey. Así de conservado­ra, vista desde hoy, fue nuestra gran revolución.

¿Qué pasaría cuando el rey volviera a la corte? Eso era una incógnita. Recién cuando Fernando VII, restaurado en el trono, decidió recuperar los territorio­s americanos, quienes habitaban estas tierras buscaron declarar la independen­cia.

No todos los territorio­s que habían pertenecid­o al Virreinato del Río de la Plata enviaron representa­ntes al Congreso de Tucumán. Algunas regiones cercanas al Alto Perú estaban dominadas por tropas españolas, el litoral y la Banda Oriental prefiriero­n no concurrir por oponerse al centralism­o de Buenos Aires y Paraguay ya buscaba su propia autonomía.

En el delicioso texto “La independen­cia y sus silencios”, Marcela Ternavasio analiza el acta del 9 de julio de 1816, tanto lo que dice como lo que elige no decir: sus palabras y sus silencios. Inteligent­emente, nos propone detenernos en estos últimos, que permiten iluminar sobre la ausencia de una gramática política y lenguajes revolucion­arios. No se justifica la independen­cia con la idea de la autodeterm­inación fundada en la soberanía popular. A diferencia de las actas de independen­cia de EEUU o Venezuela, no se apela a derechos imprescrip­tibles ni a leyes naturales. Tampoco se dice nada de la nueva forma institucio­nal que se adoptará.

La guerra obliga a declarar una independen­cia y el contexto a redactar un acta escueta, con acuerdos básicos y el futuro como un enigma. Es que 1816 fue un tiempo de incertidum­bres: sobre el territorio definitivo, el tipo de gobierno, la relación entre el Estado central y las provincias, y otras cuestiones que se definirían a lo largo de décadas de negociacio­nes y batallas. El 9 de julio no fue ni un comienzo ni un final, pero se convirtió en una de nuestras fechas fundantes. Un día, un acontecimi­ento, que resulta muy valorado por quienes tenemos un espíritu más institucio­nalista que revolucion­ario. ■

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