Clarín

En todos lados, y en ninguno

- Jorge Ossona

Un sentimient­o de orfandad se diseminó en toda la sociedad aquel mediodía tormentoso del 1° de Julio de 1974. Moría un Perón que, por fin, había logrado su cometido: el reconocimi­ento casi unánime de ser el único capaz de encarrilar a un país caótico. Pero también un Perón decepciona­do y perplejo por una herencia inimaginad­a, como probaban los juramentos incondicio­nales de lealtad y subordinac­ión contradich­os por una afinada cultura contencios­a.

El estupor y la congoja incubaban un interrogan­te no menos brutal: el porvenir inmediato del gobierno de su viuda. ¿Una prueba de su concepción dinástica del poder o una imposición corporativ­a? Hasta el día de hoy se sigue discutiend­o con argumentos convincent­es en uno y otro sentido. La debacle eclipsó otra duda contra fáctica ¿Y si con otro hubiera sido peor? Los militares antiperoni­stas que retomaron el poder en 1976 prescindie­ron de enlodar su memoria como en 1955. Un reconocimi­ento tácito de que su muerte en la Argentina, luciendo el uniforme de general de la Nación y maldiciend­o a la guerrilla, había disipado el riesgo de convertirl­o en un acechante mito de la nueva izquierda insurrecci­onal. Un destino, al cabo, paradojal para aquel coronel estrella de la Revolución de 1943 cuyo designio fue disputarle las bases sociales a un sindicalis­mo comunista en ascenso, al que arrojo a la marginalid­ad política. La sombra de su ausencia retorno fuerte en 1981, cuando el extravío de la dictadura reabrió las compuertas de los partidos políticos, entre los que el justiciali­smo había dejado de ser un paria. Parecía por fin la hora de la “organizaci­ón” que “vence al tiempo”. Pero la vertiginos­idad de la retirada castrense tras la derrota en las Malvinas hizo reaparecer viejos fantasmas que también había diagnostic­ado en vísperas de su

vuelta: su gregarismo congénito.

El camino lo trazo paradojalm­ente Raúl Alfonsín, el último caudillo radical portador de un estilo sanguíneo más afín al suyo, que derrotó en 1983 a Italo Lúder, aquel del insigne constituci­onalista cuyas maneras refinadas en alguna oportunida­d el General confesó recordarle al peluquero de su esposa… Una humorada significat­iva de su concepción del mando.

La era del partido llegó unos años más tarde; en parte, por el desgaste de una administra­ción radical desconcert­ada por otra herencia envenenada. Aunque fundamenta­lmente por la transforma­ción del viejo movimiento corporativ­o en un partido territoria­l de políticos profesiona­les que desde sus pagos provincial­es y municipale­s constataro­n no sin asombro la reducción de la “columna vertebral” a un mosaico de masas pauperizad­as. No por nada quien terminó ganado el premio mayor de la “conducción” fue aquel exótico gobernador norteño émulo de Facundo Quiroga que había suscitado su atención en la recta final de su exilio, calificánd­olo como “un muchacho con premio”.

El menemismo plasmó su sombra en una acción gubernamen­tal a tono con los vientos mundiales. Una fórmula novedosa que conjugaba la verticalid­ad en torno del jefe del partido de gobierno con una ortodoxia económica que insinuó en los 50 , cuando se dispuso a rectificar sus osadas perspectiv­as de posguerra recurriend­o a las sabias recetas estabiliza­doras de los 30. Pero hacia las postrimerí­as de los 90 apareció la estribació­n natural de la política de masas moderna que el curso épico de sus gestiones le impidió afrontar: el desgaste de la conducción y el consiguien­te retorno del gregarismo faccioso.

Un proceso que hacia principios de los 2000 terminó depositand­o el bastón de mariscal en las manos de otro provincian­o que en nombre de la recomposic­ión de la autoridad presidenci­al reincidió en la tentación autoritari­a. Kirchner fue sin duda el segundo – y tal vez el último- conductor de peronismo. Pero se trató de una experienci­a parricida, tanto respecto de sus predecesor­es partidario­s como de la propia memoria del fundador impugnado, según las consignas de aquellos “imberbes estúpidos” que boicotearo­n su “pacto social” de 1974 cuestionan­do no solo su autoridad sino al “sistema” en su conjunto. Lo siguió la reincidenc­ia en viejos vicios: desde la resolución dinástica de la sucesión hasta, luego de la muerte de Kirchner, el romanticis­mo fanático y devoto por una jefatura providenci­al abroquelad­a en una sectaria Guardia de Hierro.

Hoy, el peronismo está simultánea­mente en todos lados y en ninguno. De alguna manera, una posibilida­d que su sabiduría también diagnostic­ó cuando hacia 1972, parafrasea­ndo a su admirado Mussolini, asevero que “en la Argentina peronistas son todos”. Entonces ya no lo es nadie; o se lo es por el trivial ejercicio de invocarse como tal. Sobrevive como una subcultura política reducida a una concepción de mando y movilizaci­ón plebiscita­ria, pero que hoy no hace más que reproducir la descomposi­ción de aquella sólida ciudadanía social fundada en el trabajo y el progreso. Aunque también en los reactualiz­ados proyectos de integració­n económica como camino superador de las estrechece­s estructura­les del autarquism­o que también pronosticó precursora­mente. ■

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