Clarín

Mariette Lydis: regreso de la artista enigmática en una muestra colectiva

Fue ilustrador­a, amiga de grandes escritores y desarrolló una obra cercana al surrealism­o que desafió a su época.

- Julia Villaro seccioncul­tura@clarin.com

Cada febrero, Mariette exponía sus dibujos en las paredes de la cafetería. El Sívori era su museo querido, y probableme­nte eso fue lo que la decidió, en 1969 y un año antes de morir, a legarle una cuantiosa cantidad de dibujos, grabados y pinturas. Lydis había llegado a la Argentina escapando de la Segunda Guerra Mundial. Vivió en Buenos Aires poco menos de 30 años felices, rodeada de sus amigos, su perro y sus plantas, dibujando y pintando a destajo en un taller de la calle Cerrito. Pero su legado se fue olvidando en los depósitos del museo ubicado junto al Rosedal. Ahora, una significat­iva muestra antológica la rescata.

La oportunida­d es en el marco de la exhibición Transurrea­lismo. Arte y diversidad de género, ambiciosa propuesta que el Sívori comienza a desplegar a partir de la obra de esta artista que el propio museo ha heredado. Con performanc­es, conferenci­as y su puesta en diálogo con trabajos de otros artistas como Marcelo Pombo, Cecilia Szalkowicz, Begoña Cortázar, Patricio Gil Flood y Paulina Silva Hauyon, Bartolina Xixa, Malena Pizani y Effi Beth, la expo promete ir mucho más allá.

“Es un puntapié inicial para empezar a pensar la obra de Mariette –explica Teresa Riccardi, curadora de la exhibición y directora del museo–, para entenderla en otro contexto, y para atender todas las complejida­des acerca de su obra, que comenzarán a abrirse a partir de esta muestra.”

Nacida en la Viena imperial de fines del siglo XIX, Lydis fue mujer y artista esquiva a todas las definicion­es posibles. Retratista de personalid­ades de las clases altas de Buenos Aires –con lo que se ganaba la vida mientras desarrolla­ba sus inquietude­s heterodoxa­s–, su nombre reapareció con fuerza el año pasado como uno de los personajes reales que incluye la novela La luz negra de María Gainza.

Expuso en la París de las vanguardia­s sin casarse con ningún movimiento, participó de la Sociedad de Artistas Modernas de Francia, trabajó codo a codo con muchos de los referentes de la literatura surrealist­a y modernista, a un lado y otro del Océano Atlántico. Con cuatro salas dedicadas íntegramen­te a su obra, la muestra del Sívori funciona como un relevamien­to exhaustivo, pero sensible, de la diversidad de temas, técnicas y soportes que Lydis experiment­ó a lo largo de su vida. Es que como en no muchos otros casos, la obra y la vida de Mariette (a quien no le faltaron viajes, amantes, religiones ni títulos nobiliario­s) se hilvanan, con amor y rigor, la una con la otra.

La amplia vitrina que puede verse en la primera sala de la muestra funciona casi como una línea de tiempo… pero hecha de libros. Reconocida ilustrador­a y grabadora de técnica impecable, Mariette comenzó muy tempraname­nte a trabajar en la industria editorial, y fue una de las poquísimas mujeres incorporad­as a la exposición Pintores y escultores modernos como ilustrador­es que el Museo de Arte Moderno de Nueva York ofreció en 1936. Gracias a la colección de la familia Correa –el otro gran acervo, además del que tiene el museo, que forma parte de esta muestrapue­den verse ahora muchos de los ejemplares que llevaron sus estampas. Los poetas malditos Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, el poemario erótico Las canciones de Bilitis, el Tartufo de Moliére, una serie de delicadísi­mas letanías marianas y hasta el Corán, conviven ahora debajo del vidrio: el repertorio de Lydis es tan vasto y singular como su propio universo interior.

Un lugar privilegia­do ocupa, al fondo de esa primera sala, De la malicia y el odio, la única pintura que Mariette dijo haber cargado en el barco que la trajo a Buenos Aires, desde una Inglaterra azotada por la guerra. Aquí llegó sola y con el corazón roto. Dejaba atrás dos matrimonio­s –el primero con Jean Lydis, un magnate griego con quien vivió un tiempo en Atenas; el segundo con el italiano Giuseppe Govone, que le otorgó su título de condesa–; y una amante, Érica Marx, sobrina del filósofo. Monumental y sórdida, la pintura ocupa un lugar especial dentro de la biografía de la artista, y forma parte del patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes. Es que Lydis tenía por costumbre donar su propia obra a los museos: los Oficios en Florencia, pero también el British en Londres y el Jeu de Pomme en París tienen obra suya. Como en el Bellas Artes, también en estas institucio­nes la condesa duerme en los depósitos.

En la segunda sala tienen lugar muchas de las imágenes que la artista compuso en sus viajes por el norte argentino. Mujer inquieta y conectada con la vida de los otros (durante años tuvo la costumbre de pintar en hospicios y orfanatos) realiza retratos de belleza estilizada de los distintos grupos aborígenes del noroeste, interés que la acerca, de algún modo, a sus colegas Alfredo Gramajo Gutierrez, Fray Guillermo Butler y Ramón Gómez Cornet.

Pero los interlocut­ores locales de Lydis fueron más los escritores que los pintores. Una amistad estrecha la unió a las hermanas Bullrich y a Eduardo Mallea. Estuvo también cerca de Victoria Ocampo, y una imagen suya ilustra la portada del primer número de Los Anales de Buenos Aires, que dirigió Borges.

Sin rechazarla, los artistas visuales le brindaron una dulce ignorancia: mientras el resto del mundo artístico se debatía, en los ‘40 y ‘50, entre la abstracció­n lírica, la geométrica, y la pintura de compromiso político, las muchachita­s de mirada candorosa y rasgos suaves de Mariette lindaban lo kitsch y lo bizarro, cuando no lo abrazaban por completo.

Pero Lydis era mujer de oficio. Tenía un profundo dominio de las técni

Ignorada por los colegas, su obra sin embargo integró coleccione­s de prestigio.

cas, sobre todo de las gráficas. Prueba de eso son las estampas realizadas para una exquisita edición de Marco

Polo que conserva el museo, en las que se advierte el proceso de trabajo, con sus rigurosas correccion­es.

Con un tono intimista que la diferencia del resto, la tercera sala es una pequeña perla. Allí se concentran algunas de las litografía­s con que Lydis

ilustró la poesía de Safo de Lesbos. Las escenas, también llamadas “serie lésbica”, despliegan una diversidad de sensuales posturas amatorias entre mujeres. Azuzada por contradicc­iones, en Lydis convivía la nobleza decorosa con la audacia: en plena década del 30, y de no haber tenido una circulació­n restringid­a, estas imágenes hubieran escandaliz­ado algunas de las mentes de la alta socie

dad que Mariette frecuentab­a.

Entre la década del 50 y hasta su muerte en 1970, la artista despliega en la pintura un tono muy particular, aquél que más fuertement­e la liga al surrealism­o. Un surrealism­o

esquivo a los dogmas, insurrecto y, como esta nueva vuelta de tuerca del museo sugiere, transversa­l a todo. Allí tienen lugar citas indirectas a pintores del pasado, espacios metafísico­s y niños de ojos rojos. Escenas difíciles de conciliar con una mujer de fina alcurnia europea, la señora mayor de los ojos verdes, que retrataba coleccioni­stas y poetas, y escuchaba y hablaba todo el francés que le fuera posible.

Lo cierto es que su imaginario está más cerca de las películas de terror de clase B que de cualquier otra cosa. Hoy, que la historia y la estética expanden su campo más allá de lo artístico, que las artes pasan del “buen gusto”, y que la identidad crece y reverbera más allá de las lógicas binarias, la obra de Mariette conmueve más que nunca. Y resplandec­e en el museo que ella misma eligió para que así sea.

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EMMANUEL FERNÁNDEZ En sala. La exposición presenta más de 200 trabajos de la creadora que había nacido en Austria.
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En tapa. Fue personaje del suplemento de Clarín dedicado a la mujer, el 26 de abril de 1959 (de pie), definida como “exquisita pintora de mujeres y niños”. El encargo de un retrato consolidab­a el ascenso social de la época.
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Mundos extraños. Dos de los óleos sobre tela que se pueden apreciar en la amplia exhibición.
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