Clarín

Una mujer llora en el museo

- Patricia Kolesnicov pkolesnico­v@clarin.com

Una mujer llora en la sala grande del Museo Nacional de Bellas Artes. No una lagrimita, no un surco de agua sobre la mejilla: llora con fuerza, en silencio pero con buen caudal. Podría estar frente a otra obra, pero está saliendo de una especie de cuartito. Adentro –quietas, congeladas, pero tan cerca unas de otras que sus significad­os estallan– hay una serie de figuras. Hay sangre.

En tamaño natural –un hombre que mide como un hombre– hay un militar, un comando, con un palo entre las manos, al ataque: tiene lentes oscuros y bigotón, el kit completo. De las mismas dimensione­s, hay un tipo de sobretodo, con sombrero, al que no se le ve la cara: siniestro. En el medio, en un sillón, fino y fumando, un caballero de traje: debe ser el que toma las decisiones. Se le ven los brazos y las piernas; lo demás es invisible, cualquier varón elegante dirigiendo desde un lugar cómodo. Y hay sangre.

La cosa no termina ahí: en el piso hay un cuerpo cubierto con diarios al que sólo se le ven los pies. Hay un busto de un prócer que mira a la pared: mejor no ver lo que está pasando. Y, colgadas, algunas piezas de una vaca, junto a una pierna humana y una camisa blanca agujereada por balas: y sangre, claro.

No se sabe, no se ve, por qué llora la mujer, por qué sigue mirando los cuadros detrás de esa catarata. Quizás las balas hayan picado muy cerca, y tenga hermanos, tenga tíos, primos, amores, quizás tenga compañeros desapareci­dos y haya visitado el horror condensado ahí, en un instante. Quizás no mire al pasado sino que tema por el futuro: un mundo de bravucones.

La instalació­n -¡recién acá lo digo!se llama Manos anónimas y es parte de la gran gran exposición del pintor Carlos Alonso que se está haciendo en el Museo Nacional de Bellas Artes (y que termina este domingo). Antes del cuartito, que es como el knock out final, hay mucha más carne, mucha más sangre. El frigorífic­o por dentro. El asado sin el glamour del canal de cable.

Alonso une el carácter ganadero del país con la violencia política más explícita. Acá empresario­s en medio de reses, acá mujeres mezcladas con reses, acá un tango trágico que se baila entre los costillare­s, como una contracara del turismo: ¿acaso no es eso, tango y carne, lo que vienen a buscar tantos viajeros a Buenos Aires?

El pintor, claro, se inscribe en una tradición: allá en los inicios de la literatura argentina está El matadero, de Esteban Echeverría, donde se quería mostrar el salvajismo de los federales. “Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo, regado con la sangre de sus arterias”, cuenta Echeverría. Y destaca un personaje: “La figura más prominente de cada grupo era el carnicero”.

¿No será el matarife, y no el gaucho, la figura más emblemátic­a de nuestra historia? ¿ No será él quien mejor encarna la idea del país carnicero?

Ni que hablar de la aguda reinterpre­tación que hace Alonso de uno de los clásicos de la pintura argentina, aquel Sin pan y sin trabajo que creó Ernesto de la Cárcova en 1894. En el famoso cuadro un hombre está sentado frente a su mujer y su hijo, junto a una ventana. Detrás del vidrio está la fábrica, se ve a la caballería llegar ¿para poner orden? El hombre golpea su bronca contra la mesa.

El cuadro de Alonso recrea la escena pero ahora el título es Sin pan y con trabajo. Era 1968 y el pintor ya sabía que con trabajo igual puede no alcanzar el pan. Y todavía no había pasado nada de lo que vendría después.

Una mujer llora en la sala. ¿Cómo estar cuerdo y no llorar? ■

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C. NISCOVOLOS Violencia condensada. En la obra “Manos anónimas”.

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