Clarín

El mendigo que sólo quería ir al baño

- Alejandro Alfie aalfie@clarin.com

Algunos de los comensales que estamos sentados cerca giramos la cabeza para mirarlo. El vaho que lo acompaña pone en alerta a la señora que está tomando su té con masitas, al joven que come un tostado con jugo de naranja exprimido y a una pareja, que todavía está cenando. Son las doce de la noche y pocas cosas ocurren en ese horario. Cada uno está en su propia historia. El mendigo es muy alto, tiene puesta una campera de verano, bufanda, gorro de lana, un jogging gris y zapatos, sin medias. En su mano derecha lleva una bolsa de residuos negra, creo que llena de ropa, como única compañía de esa fría noche invernal. Imagino que hace unos años atrás debe haber sido deportista. Es muy alto, de tez oscura, musculoso y tiene una actitud muy clara. Pero ahora camina con un andar cansino y un ligero bamboleo.

El mozo se le acerca rápido y le pide que se vaya. El mendigo intenta dar una explicació­n. Parece que tiene ganas de hacer pis. Y también quiere lavarse las manos. Pero el mozo le dice que el baño es sólo para los clientes. Ambos gesticulan, mueven sus brazos, parece que se van a empujar. Es tarde. Pero no es tan tarde. Una joven intercede ante ese escena, se levanta de su silla, que está al lado de la mía, discute con el mozo por unos segundos y le pregunta al mendigo si quiere acompañarl­o a su mesa, donde estaba sentada con su novio.

“¿Qué querés comer?”, le pregunta el muchacho. “Café con leche. Y medialunas”, le responde el mendigo, quien deja la bolsa con sus cosas en una silla, mira al mozo, a la joven, al muchacho, y se dirige hacia el baño. Esta vez, nadie lo puede detener. ■

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