Bares porteños, máquinas del tiempo
Uno pasa la puerta vaivén del bar Roma, de La Boca, y entra a otro mundo. Puede ser a una noche de 1911. A aquella noche en la que Cafieri, un vecino con fama de matón, copó este bodegón para presentar a “una yunta que cantando hace primores”: Gardel y el uruguayo José Razzano. Esa noche a la que Enrique Cadícamo homenajeó con la letra de la milonga “El Morocho y el Oriental: “Viejo café cincuentón/ que por La Boca existía,/ allá por Olavarría esquina Almirante Brown./ Se estremeció de emoción/ tu despacho de bebidas...”
Y aunque uno no sea tanguero, en el Roma, ubicado en Almirante Brown y Olavarría, puede “viajar” igual. Viaja cuando lee “Es prohibido escupir en el suelo” y “Teléfono público”, entre otros carteles que cuelgan sobre las paredes de ladrillo a la vista. Y viaja cuando lee el menú, en el que el pan con manteca convive con las ensaladas gourmet.
El Roma nació 1905 como anexo de una fiambrería y se convirtió en un boliche de barrio que guarda (semejantes) memorias porteñas. No es el único de la Ciudad. Por suerte.
La historia de los cafés y bares porteños arranca en el siglo XVIII. Entre los pioneros figuran el de los Catalanes, fundado en 1799 y ubicado en lo que hoy es la esquina de Perón y San Martín, y el Café de Marco, que abrió en 1801 en las actuales Alsina y Bolívar. Y, en la lista de celebridades antiguas, están el Tortoni (1858 y reformas), en Avenida de Mayo; La Biela (1850 y también reformas), en Recoleta, y Las Violetas (1884 y también reformas), de Almagro.
La lista oficial de locales destacados en la Ciudad también es extensa. Y es variada. Según fuentes oficiales, hay al menos 85 cafés/bares notables, es decir, distinguidos por su antigüedad y/o por sus aspectos arquitectónicos y culturales.
El investigador Carlos Cantini, autor del blog “Café Contado” y dueño de otra joyita, el bar La Flor de Barracas (1906), recomienda a Clarín otros “sobrevivientes” imperdibles, con corazón de barrio, aunque hayan quedado ubicados a metros del ajetreo céntrico. Son refugios del trajín cotidiano, marcados por las historias del arrabal, por el tango; por las de los inmigrantes, los obreros y los pequeños comerciantes, y por los pocos espacios, aparte de ellos, para encontrarse. En general, tienen luces tenues, para encenderlos. Como máquinas del tiempo. Cantini habla, entre otros, de El motivo (1959, en Salvador María del Carril y Zamudio, Villa Pueyrredón), con sus cortados servidos en vaso de vidrio, azúcar en terrones y, sobre todo, su paz de “templo arqueológico”. Del Montecarlo (1922, en Paraguay y Ravignani), con sus tazones de café con leche y la leyenda de la visita del Che Guevara. Y de La Embajada, en Santiago del Estero 88, Monserrat: otro mundo aparte. (Y menos conocido que el mundo aparte del Roma, que salió segundo mejor bar notable votado por los porteños en 2017, detrás de Las Violetas).
El de La Embajada es un mundo austero, salvo por el mostrador de mármoles de cuatro colores y grifos con forma de cuello de cisne, preciosos. Pocos carteles. Los precios. Viejas publicidades de cerveza Estrella. Fotos en blanco y negro. Una tele chica. Un par de clientes solitarios que leen el diario. Otros de corbata y portafolio que piden fabada (guiso de porotos y embutidos asturiano), tal vez, como forma de escapada a almorzar en casa. El edificio de 1907 refuerza su aire español así, con la oferta gastronómica. Con el olor a especias. Y con el sándwich de jamón tipo serrano. Modesto, como escondido, a metros de una cadena de cafeterías y de un restó urbano, este bar es un remanso. Desacelera. No es casual que lo hayan elegido para filmar publicidades: es bien-bien popular pero más que nada es auténtico.
San Telmo tiene otros imanes, emblemáticos. El Federal (1864), en Carlos Calvo 599, que fue pulpería, almacén de ultramarinos, prostíbulo y, ya en el siglo XX, escenografía de películas (entre ellas, “Cafetín de Buenos Aires“). Pueden sonar los Beatles y ha ido Francis Ford Coppola. Pero hay quien se sienta a imaginarse el ruido de una carreta. Y están los que siempre recuerdan que tuvo que cerrar durante la epidemia de fiebre amarilla de 1871, mientras los vecinos que podían se mudaban hacia el norte. Que reabrió entre las casonas vacías que se convertirían en conventillos. La historia de la Ciudad y su gente se puede evocar entre sus mosaicos calcáreos, la gran barra de madera con arco, reloj, vitraux, la caja registradora, las barricas de roble francés y sus chapas y avisos enlozados.
A pocas cuadras, en Alsina 416, está La Puerto Rico (1887), donde ni siquiera la decoración con mulatos y palmeras logra borronear su impronta porteña. Será porque todos charlan este mediodía. Porque suenan tazas y platos. O por esa montaña de cremonas, tan famosas como sus medialunas. ■