Parchís, explotación infantil
Que la pequeña Yolanda era “el objetivo de seducción” de algún empresario. Que las voces que se escuchaban en discos y casetes no eran necesariamente siempre las de ellos. Que para irrumpir en cuanto programa de radio y TV existiese la estrategia era girar “miles de pesetas” o algún Rolex a conductores o productores. Que había madres que “fantaseaban con Tino y se le acercaban” cuando asomaba a la pubertad. Parchís, el documental (en Netflix) les quita la venda de los ojos a esos fans endulzados por el fenómeno ochentoso. Más que revival, deconstrucción de un boom que hoy estaría bajo la lupa.
Tino Fernández, Yolanda Ventura, Gemma Prat, David Muñoz y Frank Díaz se sientan frente a cámara como en una sesión de terapia. Les toca diseccionar el vendaval que atravesaron en la etapa más tierna pero más difícil, donde se construye los cimientos de un adulto. Alguno más reconocible que otro, alguno ya con el plateado de las canas, para los cinco no es fácil analizar un recorrido que hicieron no cuidados y preservados como se debe. Quizá ni ellos se den cuenta del calibre de sus declaraciones.
Nacido en 1979, el grupo español fue una maquinaria con la mira en el negocio. Lo dicen los propios autores. Antoni Plana, manager, puso un aviso en el diario, por pedido de la discográfica Belter. “Niños de 8 a 12 años, que sean lindos, sepan cantar y brincar”. La idea era un cuarteto. De diversos modos llegaron a la potencial agrupación los mini-artistas. “Parte del encanto del grupo era no hacerlo lo suficientemente bien”, juzga Yolanda, hoy actriz de telenovelas en México.
El mérito del documental es -más allá de las voces de los protagonistas, por separado- la cantidad de testigos y hacedores del fenómeno que aportan miradas, muchas opuestas. El archivo devuelve un registro fílmico y periodístico y para muchos fans genera un shock: los cinco ex niños, con medio siglo de vida o rozando esa edad, se transforman en el gran espejo. A la par de ellos, envejeció la platea.
“Con diez años no sabía lo que significaba la palabra éxito. Con diez años sabes solamente palabras tangibles”, deduce uno. “Lo fuerte es que una de las cosas más brutales de tu vida te pase cuando tienes 14 años. Eso es lo difícil de digerir”. “El tópico es que hay un niño que es un artista y en el futuro será un desgraciado. ¿Por qué?”. Un eco incesante que obliga a reflexionar sobre la vulnerabilidad.
El peso de las palabras, más allá de qué “ficha” lo diga (ficha roja, ficha azul, ficha amarilla, ficha verde se los designaba) invita a repensar cómo se cuida a un niño que trabaja. Qué pasa dentro de un grupo familiar que permite que se lleven de gira a un hijo durante un año, sin conocer el entorno laboral. Cómo no se denunciaron ciertas cuestiones. De eso no se hablaba. Debajo de la alfombra, cierto horror.
Dormir en aviones después de jornadas extenuantes, sin control oficial. Tirar sillas por los balcones de los hoteles, sin un tutor responsable. La niñez al ritmo del Parchís, chis, chis, iba transcurriendo entre España, México, la Argentina. Javier Portales aparece en el recuerdo como el actor que jugaba a ser el manager en alguno de los filmes rodados en Mar del Plata. Mientras, uno solo de esos chiquitos de mameluco podía llamar mensualmente, a cobro revertido (por teléfono fijo), a sus padres del otro lado del Atlántico.
“Es cierto, hubo un poco de desmadre”, se escucha en las casi dos horas de documental. Más bien, hubiera podido ser una tragedia. Parchís puede servir hoy como modelo: modelo de lo que no debería repetirse. ■