Clarín

Cuando era Testigo de Jehová, me “juzgaron” por haber tenido relaciones sexuales antes de casarme

Adolescenc­ia entre Dios y el pecado. La autora siguió a su madre cuando se unió a los Testigos. Creía en ellos y en su prédica pero se le hacía incompatib­le con otros deseos que, sólo durante un tiempo, reprimió.

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Marina Yuszczuk

La única vez en mi vida que me tuve que someter a un proceso judicial no fue en un juzgado, no hubo fiscal ni un abogado que me defendiera; fue ante Dios, nada menos, y los intermedia­rios fueron tres varones (“ancianos” les llamábamos) que le consultaro­n bajo oración y no me declararon inocente. No lo era. Sí me dijeron, como veredicto, “Jehová te perdona”. Quise empezar por contarlo así, a quemarropa, en toda esa locura medieval de proceso contra una pecadora en pleno inicio del siglo XXI. Había una chica de pollera hasta los tobillos que tenía que someterse a un interrogat­orio con respecto a su vida sexual, tres varones de saco y corbata que debían juzgar el alcance de los pecados cometidos, y una persona que la había denunciado a esos ancianos, traicionan­do el secreto de la virginidad perdida: mi mamá.

Fue con ella también que empezó todo. Cuando yo tenía cinco o seis años, mi madre empezó a recibir en casa a los Testigos de Jehová. Había sido criada como católica pero a principios de los ochenta, casada y con tres hijos, algo en ella conectó con esta gente que le venía a decir que Jehová era el único Dios verdadero, que pronto iba a destruir el mundo junto con todas las personas malas que lo habitaban y poner en su lugar un paraíso en la Tierra, ese que puede verse en folletos y revistas donde humanos de distintas razas conviven en un jardín con animales salvajes. Más allá de las explicacio­nes que yo pueda encontrar en retrospect­iva, lo cierto es que mi mamá creyó, renegó del catolicism­o y empezó a reunirse con los Testigos. También empezó a llevarnos, a mis hermanos y a mí, a esas reuniones. Ellos pronto dijeron que no querían saber nada pero yo abracé la religión, y en realidad lo que estaba tratando de abrazar era a mi madre.

Lo más importante que hay para decir sobre los Testigos es que no se trata de una religión flexible en la que los adeptos puedan elegir el grado de adhesión; no hay tal cosa como un “no practicant­e”. Es una de esas religiones a todo o nada, con un sistema de reglas y creencias rígido que se debe aceptar como un todo y, como contrapart­ida, un sistema de vigilancia muy bien armado que se encarga de llamar la

atención, amonestar o finalmente expulsar a los que transgreda­n las normas. Los principale­s encargados de mantener el orden —que consiste en acatar, al pie de la letra, todos los mandamient­os y preceptos de la Biblia— son los ancianos de la congregaci­ón, parecidos a los pastores evangélico­s. Pero a diferencia de los evangélico­s u otras religiones por el estilo, los Testigos son poquísimos, en buena medida por lo exigente del culto; hay que estudiar la Biblia todos los días, asistir y participar en reuniones tres veces por semana, predicar todo lo que se pueda, en pocas palabras: dedicar la vida a Dios. Todos y cada uno de los fieles son la fuerza de trabajo no remunerado de los Testigos de Jehová.

Precisamen­te por ser tan cerrados, más parecidos a los judíos ortodoxos o a los mormones (a los Testigos también se los “alienta” a casarse entre ellos, a no estudiar en la universida­d ni tener amistades en “el mundo”, como ellos llaman a todos los que están afuera), lo deseable para un Testigo de Jehová es tener a su familia y amigos dentro de la misma religión. Y en nuestro caso era imposible. Como Alemania después de la Segunda Guerra, mi familia quedó partida en dos. De un lado mi mamá y yo, con una moral en común, teníamos prohibido festejar Navidad y cumpleaños, participar en actos patrios, ver películas inmorales, escuchar ciertos tipos de música y leer ciertos libros con contenidos satánicos, sexuales o violentos. Todo debía ser limpio y edificante, para usar el vocabulari­o de esa época.

Del otro lado estaban mi papá y mis hermanos a los que, por supuesto, esto les resultaba intolerabl­e. Las discusione­s eran permanente­s. Ya bastante difícil es ser una familia,y en este caso había que sumarle un fundamenta­lismo que despertaba peleas a cada rato. Nuestra creencia en que Jehová iba a destruir a todos los inicuos, es decir todos los que no creían en él y se hacían Testigos suyos, incluida nuestra familia, lo enrarecía todo.

Fue difícil crecer como Testigo de Jehová. La moral era tan rígida que ser joven, prácticame­nte, estaba prohibido. En esa época vivíamos en Bahía Blanca y mis compañeras del secundario empezaban a ir a bailar, a ponerse vestidos cortos y besarse con chicos, a probar el alcohol, mientras yo me quedaba encerrada en mi casa, salía a predicar todos los fines de semana y le pedía perdón a Dios después de masturbarm­e. Pero también había otra cosa, lo que más me cuesta recuperar a través del laberinto de todo lo que vino después, y es que yo creía. Absolutame­nte. Estaba convencida de que había un solo Dios verdadero llamado Jehová, de que me escuchaba cuando le oraba todos los días, de que yo tenía razón cuando discutía con otros (esa euforia de tener razón es una droga) y de que estaba haciendo con mi vida lo mejor que podía hacerse: salvarla para siempre.

Los Testigos piensan que los justos van a tener vida eterna en un paraíso en la Tierra, como dije, así que la muerte era un tema resuelto. Incluso se nos pedía que estuviéram­os dispuestos a morir por Dios llegado el caso; después de bautizarme a los quince años, yo también tuve mi tarjeta que decía “No acepto transfusio­nes de sangre”.

Pero también es cierto que, a pesar de que iba a las tres reuniones semanales con mi mamá, predicaba, estudiaba la Biblia y toda la bibliograf­ía que los Testigos imprimen en Brooklyn y oraba todo el tiempo, nunca pude evitar

tener una doble vida. En algún momento me empecé a masturbar y me encantó. Un día le robé un Gitanes negro a mi papá y me lo fumé en el baño. Tenía amigas en el colegio que no eran Testigos, y escuchaba con ellas The Doors. También había empezado a leer mucho y tenía deseos que con los libros se inflamaban más; me acuerdo de Cien años de soledad y de la chica que esperaba a su amante desnuda en el baño, en secreto, o de la voracidad con que avanzaba en Las mil y una noches en busca de las partes más explícitas.

Me calentaba mucho y estaba en una religión racional desprovist­a de erotismo, sin cuerpos, sin imágenes, ni siquiera esos Cristos sangrantes y extáticos con el pecho desnudo que me encanta ver en las iglesias católicas. No había nada. Pero la literatura me llenó de imágenes. Así se formaron, anudados, dos deseos que estaban mal: coger, estudiar Letras. Como dos caras de la misma moneda. Lo deseable, dentro de los parámetros de la religión, era que me hiciera misionera o precursora (un servicio especial que consiste en predicar 90 horas al mes, que se informan puntualmen­te en una planilla), me pusiera de novia y me casara virgen con un Testigo. Estudiar una carrera no estaba prohibido pero sí mal visto, porque implicaba dedicar una cantidad de tiempo desmesurad­a a algo que no era Dios ni para Dios.

Entonces, ya con 18 años, algo cambió. Mis amigas del colegio habían debutado y me contaban el sexo con sus novios; yo, expeditiva, también me saqué de encima la virginidad, en un trámite rápido con un compañero de estudios. No sentí nada y jamás me importó; al menos había dado un primer paso. En mi casa ya había internet y empecé a chatear con desconocid­os, me hice un perfil en una página de citas disfrazada de página de amistades y conocí a un chico que me mandó mails y me habló por ICQ.

Fue una especie de romance tórrido y ridículo, con mucho menos sexo que cartas inflamadas. Pero no solo lo vi varias veces y cogimos sino que también me dediqué a conocer a otros chicos. Todo lo hacía a escondidas y mientras tanto mentía a mansalva, por supuesto: a mis padres, a otros Testigos, a los chicos que conocía y ante los cuales me hacía pasar por alguien que no era, a medio mundo.

No recuerdo bien por qué, supongo que por una serie de desilusion­es, a esta etapa le siguió otra de vuelta rabiosa a la religión en cuerpo y

Mi familia quedó partida en dos. De un lado mi mamá y yo, con una moral en común, teníamos prohibido festejar Navidad y cumpleaños, ver películas inmorales.

Conocía el camino que tenía por delante porque lo había visto en otros: arrepentir­me, aguantar la humillació­n, hacer buena letra para recuperar lo perdido.

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En aquella época. Marina cuando era miembro de los Testigos de Jehová.
 ?? LUCIANO THIEBERGER ?? Hoy. El cambio de imagen de Marina segurament­e refleja también una forma diferente de insertarse en el mundo.
LUCIANO THIEBERGER Hoy. El cambio de imagen de Marina segurament­e refleja también una forma diferente de insertarse en el mundo.

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