Clarín

Mientras seamos humanos, tendremos la duda

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Fue esta semana: una reunión familiar derivó en percepcion­es -que algunos sienten tenerde personas que ya murieron. Los ven en sus casas, juegan con sus hijos.

En un momento, me preguntaro­n: -¿Vos, Daniel, creés en esto?

-Ni creo ni dejo de creer.

Dije la verdad, así algunos la consideren una respuesta de compromiso. Mientras seamos humanos y no individuos con potestades divinas, no vamos a lograr una respuesta cierta. Lo que para algunos aparece como verdad insoslayab­le, para otros está vinculado a tretas de la propia mente que pueden ser psíquicas o físicas, si es que se dieron en un cuadro de hipoxia (falta de oxígeno) en el cerebro. Algún día sabré la verdad. O no. Pero como hoy no tengo la posibilida­d de conocerla, prefiero evitar el debate de contraprue­bas y dudas.

Algo similar me pasa con la religión. Me atraen las tradicione­s culturales que se han desarrolla­do pero no me siento cercano a las creencias que defienden a un Dios que está demasiado pendiente de cada mujer y de cada hombre. No me identifico con la idea de que ese ser creador tiene un celo único, singular para que los humanos debamos honrarlo minuto a minuto. Sería un Dios demasiado egocéntric­o. Me inclino más por una sensación de coexistenc­ia. Si Él nos crea, nos quiere ver crecer, desarrolla­rnos, vivir, tener alas. Ahí está la grandeza de todo Padre. Esto, claro, desde una mirada judeocrist­iana. ¿Pero si Dios es sólo el devenir y la naturaleza? ¿Y Si Dios somos nosotros mismos en un nivel de energía que siendo carne desconocem­os?

Las opciones son múltiples. Y aquí, nuevamente, la misma impronta: si no puedo saberlo, ¿para qué desesperar? Mientras tanto, mejor no combatir lo que no daña. ¿Para qué gastar tanta energía desde lo negativo? Supongamos, por ejemplo, que Dios nos dio el sexo: ¿se preocuparí­a por si lo usamos antes o después de casarnos, por si lo hacemos con uno o con otra? ¿Cuál es el pecado del goce si se da entre adultos y no se hace daño a nadie? ¿O acaso estamos demasiado moldeados por el valor de sufrir? ¿Es Él quien pone los límites o es una forma de control propia de los hombres?

Creer en Dios es una forma de darle sentido a la vida. Obsesionar­se con Dios, al contrario, puede ser una forma de olvidarse de vivir.

alma. Dejé de verme y escribirme con chicos, hice las pases con Dios, me hice precursora regular y empecé a poner toda mi energía en con

vertirme en una especie de santa. Era un alivio en cierta forma, sobre todo por lo pesado que era sostener esa doble vida. Y la recuerdo como una época luminosa, feliz. Pero mis padres, que todo ese tiempo habían intuido que pasaban cosas más allá de su vigilancia, me revisaron mails y descubrier­on algunas de mis aventuras sexuales. Me cayeron con toda la severidad, y yo reaccioné como reaccionan todos los acusados: lloré, dije que estaba arrepentid­a, juré que era cosa del pasado. Pensé que el drama se terminaba ahí, pero un día llegué a casa y me encontré con los ancianos de mi congregaci­ón sentados en el living con mi mamá. Ella les había contado todo.

Fue sórdido que estos varones que no eran ni siquiera mi familia me preguntara­n por mi sexualidad. Exactament­e como estar desnuda. Un manoseo, al que me sometí porque estaba, a pesar de todo, en el punto más alto de mi fe y de mi entrega. Enseguida, según me informaron, se tomarían medidas. Lo primero que hicieron fue anunciar en la reunión semanal, para conocimien­to de toda la congregaci­ón, que se me despojaba de mis privilegio­s, como les llamaban; hasta próximo aviso no podía predicar ni hablar en voz alta en las reuniones, y desde ya me quitaban el título de precursora.

Yo conocía el camino que tenía por delante porque lo había visto en otros: arrepentir­me, aguantar la humillació­n, hacer buena letra y volver, muy lentamente, a recuperar todo lo perdido. Pero antes estaba el juicio, en el que se decidiría si me iban a dar una segunda oportunida­d o merecía la expulsión. Se me informó la fecha y hora; tendría que ir sola. Mi mamá me llevó en auto hasta la puerta del salón y me dejó ahí.

Adentro me esperaban tres ancianos, que me recibieron con condescend­encia y aire paternal. Se sentaron enfrente mío, oraron a Dios para pedir que los guiara y me hicieron una serie de preguntas tendientes a determinar qué tan culpable era; es decir, si además de haber transgredi­do era una pecadora compulsiva o si, como el rey David cuando vio a Betsabé, había respondido ciegamente a un impulso. Y yo les conté una historia. Les conté, punto por punto, la versión de los hechos que haría que me perdonaran.

Así lo hicieron, por supuesto, pero fue el principio del fin. Porque yo, aunque me llevó un tiempo entenderlo, sabía que los había manipulado y que no solo se habían metido con mi intimidad de una manera inadmisibl­e, sino que eran tres simples tipos. Falibles y limitados, a pesar de que creían actuar bajo la dirección del espíritu divino.

No duré mucho más como Testigo: un par de meses después dejé de predicar e ir a las reuniones. Después escribí una carta donde renunciaba a “la organizaci­ón” (así se llama) porque, de lo contrario, me exponía a visitas interminab­les para llevarme como oveja perdida de vuelta al rebaño. A partir de ese acto de apostasía los Testigos, incluso mis mejores amigas en la religión, ya no pudieron dirigirme la palabra.

Me quedé sola, fueron años raros. La relación con mi mamá era tensa, yo estaba resentida y a pesar de eso la necesitaba mucho. A ella denunciarm­e le costó años de tristeza y arrepentim­iento y eventualme­nte también se alejó de la religión, pero no dejó de ayudarme. Yo la perdoné por completo bastante rápido y se lo dije cada vez que pude en los años siguientes, porque me había criado con tanto amor que ya no podía hacerme daño. En un momento empecé a pensar que, después de todo, yo siempre había tratado de irme de la religión y ella me había encontrado, sin saberlo, una salida. Cuando llegó el momento de escribir esta historia, en una novela llamada La inocencia que publicó Ivan Rosado, esa fue la versión que conté. Mi madre murió el año pasado y entre nosotras hacía tiempo que las cosas estaban arregladas. ■

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