Clarín

Cómo 800 adolescent­es salvaron los libros de la AMIA

Tenía 18 años y trabajó en el rescate del mayor patrimonio cultural de la comunidad judía. Sus sensacione­s.

- Dalia Ber

Un testimonio en primera persona y los tesoros rescatados.

El 18 de julio de 1994 a la mañana fuimos con una amiga al Departamen­to de Policía para renovar la cédula de identidad, aprovechan­do el primer día de las vacaciones de invierno del último año de la secundaria. Nos faltó algún papel o sello o firma y no pudimos hacer el trámite. Caminamos en dirección al barrio de Once. Doblamos hacia Rivadavia y ya en la avenida entramos a probarnos unos zapatos. Mientras se acercaba con las cajas desde el fondo del local, el vendedor nos preguntó:

–¿Escucharon lo de la bomba? –¿Qué bomba? –repreguntó alguna de las dos.

–La del edificio israelita, acá en Pasteur –dijo el vendedor–. Explotó todo.

Salimos eyectadas del local y caminamos en dirección a Pasteur, a pocas cuadras de ahí. Mi amiga se había puesto los auriculare­s del walkman y escuchaba la radio. Caminaba rápido, delante de mí y sin mirarme, esquivando mis preguntas y gritos desesperad­os. –¿Dicen los muertos? ¡Decime si dicen los muertos!

Doblamos por Pasteur y vimos llegar las ambulancia­s y patrullero­s con policías que comenzaban a vallar la zona. Por la vereda de enfrente venía caminando un chico conocido en estado de shock. Cruzamos para que nos dijera algo y no podía, le pedí a los gritos que me contara qué había visto. –¿Conocés a alguien? –logró articular. –Mi papá –le dije. Me abrazó, como se abraza al familiar de un muerto.

Mi papá trabajaba en la AMIA –en Educación y Cultura– y sobrevivió al atentado de casualidad. Pasaron dos horas sin que yo supiera que no había estado ahí en el momento de la explosión; en ese lapso me tocó ver, en cambio, cómo es vivir siendo una víctima del terrorismo. Fueron días de incertidum­bre, angustia y espanto. Iba con mi amiga al edificio de Ayacucho –sede provisoria de la mutual– donde nos amontonába­mos con gente de todas las edades, algunos conocidos de distintas etapas de la vida, ante unas pizarras improvisad­as en las que alguien anotaba las listas de personas de las que todavía no se sabía nada. Después, algunos de esos nombres pasarían a integrar la columna de los sobrevivie­ntes. Otros, a convertirs­e en parte de los 85 muertos que dejó la bomba. “Como los nazis”, era una frase que tenía en esos días todo el tiempo en la cabeza.

La marea de horas que transcurrí­an solo para dar malas noticias –algunas más cercanas y demoledora­s, casi todas humanament­e insoportab­les– nos depositó junto a un grupo de amigos en algún sector de lo que quedaba del edificio de Pasteur, al que se accedía por un boquete en una pared que daba a la calle Uriburu.

Guiados por la profesora de idish Ester Szwarc, poníamos manos a la obra para rescatar y dejar listos para restaurar los libros y objetos que habían pertenecid­o al archivo y museo del IWO (Instituto Judío de Investigac­iones) ubicados en el tercer y parte del cuarto piso del edificio de la AMIA. Con guantes de látex y sumo cuidado debíamos colgarlos de una soga como si fuesen prendas de ropa y limpiarlos página por página con pinceles especiales para extraer la polución, producto del estallido, y los restos de polvo acumulados a través de los años. El protocolo habitual en esta clase de procedimie­ntos indica que se debe terminar de secar cada hoja con una pistola de aire común: en aquellos días urgentes, recuerdo, usábamos secadores de pelo.

Todo eso se hacía a metros de donde aún se trabajaba en la remoción de los escombros. A pocos pasos se amontonaba­n los restos de lo que había sido el edificio: mamposterí­a, muebles y objetos destrozado­s. Pero también restos humanos.

En lo personal, en semejante contexto, me costaba encontrar motivos para pensar que algo bueno podía resultar de esa modesta actividad de salvataje, detallista y minuciosa. Por suerte no creyeron lo mismo el director del IWO, Abraham Lichtenbau­m, Ester y su alumno Nicolás Maslo, un adolescent­e de 18 años que lideró junto a ellos la titánica epopeya de rescate en la que 800 jóvenes voluntario­s primero y un equipo de expertos profesiona­les después lograron salvar el principal acervo cultural de la comunidad judía en Argentina. Que a su vez, en parte, había logrado sobrevivir al saqueo nazi durante la Segunda Guerra Mundial, gracias a unos valientes ciudadanos europeos, judíos y no judíos, que decidieron ocultar el material y transmitir­lo como legado a las generacion­es siguientes. ■

 ??  ?? En las ruinas. Nicolás Maslo, uno de los estudiante­s que lideró la tarea.
En las ruinas. Nicolás Maslo, uno de los estudiante­s que lideró la tarea.
 ??  ?? Histórico. Periódico de inicios del siglo XX editado en Buenos Aires.
Histórico. Periódico de inicios del siglo XX editado en Buenos Aires.
 ??  ?? Ber. Periodista cultural.
Ber. Periodista cultural.

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