La aventura de un viaje en piyamas
Cuando era chica, yo odiaba dormir en casas ajenas. Mi timidez necesitaba volver a mi cuarto al terminar el día y apagar el ruido del mundo. Recuerdo a mi mamá haciendo malabares para declinar invitaciones sin ofender a nadie. Ahora todo parece más sencillo: se puede decir no y punto. Pero, en paralelo, el uno a uno se diluyó en el montón. Las piyamadas son un clásico entre “los peques” de la primaria. Muchos cumpleaños se festejan invitando a seis o siete amigos/as a pasar una noche en tu casa. En esa suerte de campamento bajo techo, la habitación desborda de colchones en el piso, bolsas de dormir y risas sincopadas. Películas, juegos en red y conversaciones hasta la madrugada integran el programa, que tiene un menú rico en caramelos y chupetines que llevan los noctámbulos, pertrechados de azúcar para pelear el cansancio. Hasta que en algún momento el niñerío cae rendido (y los padres también). ¿Cuál es la fascinación de ese plan para ellos? ¿Funcionará como un tanteo emocional del paisaje? Puede que sea similar a la aventura del primer viaje y su extrañamiento: salen del entorno familiar, conocen otra geografía doméstica, ejercitan su autonomía, prueban sabores distintos y miran de cerca algo que suele estar distante. De ese “irse para principiantes” vuelven alegres y agotados. “Fuera de su domicilio, en el arriesgado ejercicio del nomadismo, el primer viajero con el que nos encontramos es uno mismo”, apunta Michel Onfray. Por eso suelen ser tan intensos como reveladores. “El destino de un viaje no cesa de coincidir con el núcleo irrompible del ser y de la identidad”, agrega el filósofo francés. Cata ya intimó a los adultos de la casa a organizar una piyamada durante las vacaciones de invierno. La razón del festejo es, simplemente, encontrarse. Mientras negociamos el día y el número de invitados dormimos a cuenta de ese insomnio programado, que la pone tan feliz.