Clarín

Manual breve para no contar anécdotas

- Juan Tejedor jtejedor@clarin.com

La anécdota pareciera ser una pasión latina. Netflix nos enseñó que en lugares como Holanda o Escandinav­ia no se vuelven locos por contar cosas: el tipo vuelve de descubrir un cadáver en el bosque, tirotearse con mafiosos, atravesar un temporal de nieve y ser atropellad­o por un Volvo y, cuando la hija le pregunta cómo le fue, responde “bien, mucho trabajo”, y cenan en silencio. En cambio acá, con un viaje en tren bien contado tiramos toda una sobremesa.

No es que todos sean Coppola, que arquea las cejas y ya antes de empezar a hablar nos hace morir de risa. Él tiene un don, como Neymar el de la gambeta. Los más, que no lo tienen, deben tomar recaudos. Uno: el ritmo es clave. Si no se es capaz de evitar el “yo le dije”... “y él me dijo”... “entonces le digo”... “él ahí me dice”..., mejor callarse. Otro: que haya remate. Terminar con un “y bueno... nos matamos de risa”, no es lo ideal. Más importante: más vale naufragar que estirar. Suele pasar que el relator empieza a agregar situacione­s y personajes y al final la anécdota se llena de borrachos y cáscaras de banana. Nadie la toma en serio. Tampoco es creíble el que en vez de contar lo que hizo cuenta lo que le habría gustado hacer. ¿Vos decís que fajaste a un rugbier y te insultaste con tres policías? ¿Vos, que no te animás a pedirle pan al mozo? Pero lo peor de todo es la anecdotae interruptu­s, cuando después de generar la expectativ­a, el tipo dice “y bueno, eso no se puede contar”.

¿Para eso me hiciste llegar hasta ahí, largar los cubiertos, dejar que se enfríen los ravioles? Para eso no te invitaba a vos, hermano; me traía un islandés y comíamos callados.

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