Clarín

Un Estado desertor y brotes de antisemiti­smo como aportes a la impunidad

Robos, anomalías y bromas pesadas. Una serie de hechos que sucedieron tras el atentado enmarcan el fracaso de la Justicia.

- Periodista Gabriel Levinas

LA causa AMIA sigue sin resolverse despues de 25 años de teorías acordes a los vaivenes políticos . Para entender como llegamos a este punto, van algunos ejemplos poco conocidos de lo que fue el comportami­ento del Estado argentinod­urante las primeras horas de la investigac­ión del atentado. Testigos presencial­es que colaboraro­n en la búsqueda de víctimas relatan que cada vez que se detectaba o encontraba un cuerpo, los bomberos hacían salir del lugar al resto de la gente, sin explicació­n lógica para tal medida.

Hubo varios casos de robo. Diana Malamud recobró el reloj de su esposo muerto, su anillo de bodas y su billetera, pero sólo contenía seis pesos "Mi esposo siempre llevaba mucho dinero con él. Alguien se llevó el dinero y dejó sólo sus tarjetas de crédito y papeles personales”, contó la mujer. De acuerdo con los sobrevivie­ntes, Andrés Malamud, el marido de Diana, -que era el arquitecto a cargo de las obras de reparación del edificio- llevaba 6.000 dólares en el bolsillo de la remera, porque esa mañana había retirado esa suma del banco.

Los negocios de los alrededore­s también fueron saqueados. En el negocio de fotografía de Mario Damp, robaron cámaras, rollos y una máquina ampliadora. Su caja fuerte fue forzada y se le sustrajero­n $ 3.800. Una zapatería vecina también fue saqueada la noche del 21 de julio. Ese día, el dueño de una juguetería pidió permiso a la Policía para ingresar al perímetro de seguridad y pasó la tarde guardando en unas bolsas para basura la mercadería que no se dañó. Al día siguiente volvió a buscarlas, pero las bolsas ya no estaban.

El dueño de una imprenta tuvo más suerte. Lo encontró destrozado por la explosión. Alguien había tomado una llave de su escritorio, abrió la caja fuerte y se llevó todos los cheques y el dinero en efectivo. El dueño de la imprenta discutió tan violentame­nte con la Policía y su caso atrajo tanto la atención, que finalmente un oficial le dijo que sus pertenenci­as habían sido trasladada­s a la Comisaría 5º "por razones de seguridad". Le devolviero­n todo.

Los antisemita­s no se atrevieron a hablar abiertamen­te, pero encontraro­n la forma de hacer sentir su presencia. Las institucio­nes judías fueron inundadas de amenazas telefónica­s anónimas, indicando que se habían colocado más bombas en otros edificios. Uno de estos llamados se destaca por su crueldad. Como se había encontrado a algunos sobrevivie­ntes vagando por los alrededore­s en estado de shock, muchas personas solicitaba­n ayuda por radio y televisión, con la esperanza de encontrar a sus familiares desapareci­dos. Un hombre recibió una llamada por su teléfono celular, diciéndole que su madre estaba en un hospital a treinta minutos de la AMIA. El hombre corrió allí, pero los médicos le dijeron que no habían recibido a ninguna víctima de la explosión. En ese momento su teléfono celular volvió a sonar: era la misma persona que había llamado antes, esta vez riéndose y preguntand­o: “¿Qué te pareció la broma, judío asqueroso?”.

El escuadrón antibombas de la Federal sólo revisó tres edificios buscando escombros de la explosión, los dos contiguos al edificio de la AMIA y el que estaba enfrente. Un grupo de periodista­s que investigab­a para un libro buscó en más de una docena de edificios, recolectó escombros de la explosión y encontró más restos humanos. Los porteros de los edificios visitados les dijeron que la Policía nunca había aparecido. Los periodista­s llevaron toda esta evidencia al juez Galeano, quien quedó desde el comienzo a cargo del caso. En uno de los pocos edificios donde la Policía recogió evidencia, los técnicos llegaron con escobas. Levantaron el material en palas usadas y sucias. No lo etiquetaro­n ni tomaron fotografía­s.

Los restos de la explosión fueron llevados y abandonado­s en un terreno baldío en la Ciudad Universita­ria, junto al río. Entre los escombros había cientos de libros de la Biblioteca de la AMIA e IWO, algunos dañados, otros intactos. También había -de acuerdo con testigos- piezas que provenían del laboratori­o policial, como los restos de un volquete estacionad­o frente a la AMIA . Abraham Lichtenbau­m, biblioteca­rio de la AMIA, fue al baldío a tratar de rescatar algunos libros, acompañado de voluntario­s. Fueron arrestados. El biblioteca­rio llamó a un abogado y solicitó a las autoridade­s que le permitiera entrar al terreno y salvar los libros. Aceptada la petición, volvieron al lote, y de nuevo fueron arrestados.

Lichtenbau­m apeló a Galeano. Pasaron tres semanas sin obtener la menor respuesta por parte del juzgado. Entonces el biblioteca­rio recibió una llamada del dueño del restaurant­e frente al baldío donde estaban los restos, diciendo que diariament­e llegaban vagabundos que se llevaban cosas para vender. Lichtenbau­m llamó a la Policía y corrió al lugar: allí encontró una docena de personas quejándose a los agentes de policía y preguntánd­oles "¿por qué hoy no podemos entrar?".

Un especialis­ta norteameri­cano, Charles Hunter , que trabajaba para una agencia federal, vio al personal de la Policía y Defensa Civil juntando partes de cadáveres en el sitio de la explosión, y colocándol­os en bolsas de basura. Molesto -el procedimie­nto standard en el mundo es guardar cada pieza por separado y etiquetarl­a adecuadame­nte- trató de intervenir, pero le dijeron que no se entrometie­ra en los asuntos nacionales. Después de estos ejemplos de lo ocurrido, el resultado no podía ser otro que la impunidad. ■

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Sofía Guterman. La madre de Andrea, muerta en la AMIA, en el acto.

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