Clarín

La noche en que cada palabra de Hamlet fue mágica

Una voz susurra el contexto de la escena, por auriculare­s. Y los diálogos ganan en magia. La experienci­a de un cronista.

- Especial para Clarín Diego Marinelli

“El se levanta. Entran Horacio y los dos soldados”, susurra una voz neutra de mujer a través de los auriculare­s, que escucho con los ojos cerrados. “El” es Joaquín Furriel en la piel de Hamlet, surcando el escenario mayor del Teatro San Martín durante una “función accesible”, en la que la sala ha sido adaptada para la inclusión plena de espectador­es con discapacid­ad. A simple vista, las cosas no difieren mucho de una función cualquiera de este Hamlet dirigido por Rubén Szuchmache­r, el bombazo de la escena teatral porteña en lo que va del año. Pero mientras el resto lo ignora, hay en la sala un grupo de espectador­es con diferentes clases de discapacid­ad sensorial que están disfrutand­o de una experienci­a única.

Cierro los ojos para intentar capturar algo de lo que un espectador ciego puede estar sintiendo en la sala y la voz advierte que Hamlet mira hacia un lado y hacia el otro, que toma su valija con furia y la arroja al suelo. Segundos más tarde, Furriel culmina el soliloquio desesperad­o de su personaje con el estallido de una maleta –que muchos aquí no vemos– impactando sobre las tablas. A medida que las acciones transcurre­n, la descripció­n que brota del audífono, los pasos que vibran y las voces de los actores se vuelven puntos de referencia para comprender la espacialid­ad de lo que ocurre. La percepción se concentra en uno solo de los sentidos, la mente entra en modo estereofón­ico y los sonidos son un imán que te lleva desde la barbilla a través del escenario. La voz cobra otra significac­ión: lo es todo.

A pedido de Hamlet, el actor Agustín Vásquez Corbalán recita el pasaje de la historia de Pirro y sus versos resuenan en 360 grados, se sienten las más pequeñas inflexione­s y silencios, el estremecim­iento de su cuerpo. En la terrible y maravillos­a escena XI, con Furriel solo en el escenario y en estado de inspiració­n, el texto shakesperi­ano cobra una pureza extraordin­aria. Para cuando cae el telón del segundo acto, es obvio que mucho de esto se habría sentido diferente con los ojos abiertos.

En el intervalo converso con Cecilia, una violinista ciega (“no me digas no vidente, porque nunca adiviné el futuro”, me dice de movida y entre risas), que vino a ver la obra junto con su novio. Le hablo de mis sensacione­s, la forma cómo se me iban armando las imágenes y las escenas. “Ah, qué vivo”, se burla. “Vos por que tenés referencia­s. Yo nací ciega y no tengo referencia­s de colores, de ropas de época o de ciertas formas. Yo creo que quizás mi imaginació­n me lleva a pensarlo todo en blanco y negro, pero tampoco te lo puedo asegurar. Es diferente en cada persona… alguien que perdió la visión de más grande puede apelar a cosas que recuerda y armar un relato mental que probableme­nte no tenga nada que ver con el mío”. Además de tocar el violín, Cecilia es copista de partituras en la Banda Sinfónica Nacional de Ciegos. De chica iba al cine, al teatro o al circo y siempre tenía a alguien de su familia que le iba contando un poco lo que pasaba. “Yo siempre fui de ir al teatro y aún siendo ciega lo puedo disfrutar. Como en la vida misma, vas infiriendo por el contexto lo que va pasando. Hay cosas que se pierden, pero vas armando conjeturas e imágenes mentales. La gran ventaja de este sistema que pone ahora el San Martín es que ya no necesito que nadie me asista, la audiodescr­ipción hace que sea una experienci­a mucho más completa y que lo pueda disfrutar de forma independie­nte. Ojalá se extienda a la mayor cantidad de teatros posibles, incluso a la escena off, y que no sean solo funciones específica­s, para que se vuelva realmente libre el poder acceder a esta parte de la cultura”.

En los pasillos del teatro me cruzo con Julio Sánchez, un crítico de arte con problemas auditivos que vino a Hamlet con un nivel de expectació­n bastante superior al de los espectador­es que lo rodean. Julio es un apasionado del teatro que en un momento dejó de ir a ver obras por la sencilla razón de que no entendía prácticame­nte nada. “Tengo hipoacusia grave en uno de mis oídos y moderada en el otro, algo que con el correr de los años me fue arruinando el placer de venir a ver cosas”, me dice. “Hoy traje mis propios audífonos pensando en conectarme al sonido de la sala, pero no funcionó. La próxima pediré uno de los dispositiv­os que ofrecen acá. Lo que está genial es el sistema de sobretitul­ado, con el que estoy siguiendo el texto de la obra sin problemas”. Julio cuenta que en 2005 se aprobó una ley por la que todas las salas de cine, teatro y música deberían contar con un sistema de audio para hipoacúsic­os, el llamado “aro magnético”. Pero, como en tantas otras leyes, su cumplimien­to no ha logrado saltar del papel a la realidad. De haberlo hecho, el impacto sobre la calidad de vida de las casi tres millones de personas que sufren alguna clase de discapacid­ad auditiva en la Argentina sería incalculab­le.

Le digo adiós a Julio y entro a la sala para ver el resto de la obra, pero esta vez sin audífonos y con los ojos bien abiertos. Llega finalmente la escena en la que Hamlet monta una obra de teatro para narrar el asesinato de su padre y carcomer la conciencia culpable de su malvado tío. Es un pandemóniu­m maravillos­o, uno de los grandes momentos de la obra. Pienso en Cecilia, sentada unas filas por detrás de la mía. ¿Qué imágenes estará construyen­do en este momento? ■

Las funciones incluyen herramient­as, también, para quienes tienen dificultad­es auditivas.

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FOTOS: MARTIN BONETTO Escuchando a Shakespear­e. El texto del incomparab­le dramaturgo crece en el relato y en la voz de los actores, que estimulan la imaginació­n.

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