Clarín

Collins, “el remisero” de la misión que esperó en el lado oscuro

- Julieta Roffo

El 20 de junio de 1969 David Bowie entró al estudio de grabación. Tocó una guitarra acústica y cantó la letra que había escrito en la habitación que compartía con su novia Hermione. La canción se llama “Space Oddity” y cuenta la historia del Major Tom, un astronauta al que lanzan solo al espacio y al que desde la Tierra le dicen que todo va bárbaro hasta que le avisan que la comunicaci­ón está cortada y asumen que va a quedar perdido en algún lugar del Universo. Antes de perder contacto con la humanidad, el Major Tom les pide a los del centro del control que le digan a su esposa que la ama mucho.

La voz que puso Bowie para hacer de cuenta que era el técnico aeroespaci­al que le grita al Major Tom “she knooows” - “ella sabe”- para intentar que se muriera más o menos tranquilo no se parece a ninguna otra cosa que se haya grabado y es, más que un verso, un estado de ánimo.

El 20 de julio de 1969 una de las radios de la BBC pasó “Space Oddity” una y otra vez para musicaliza­r la llegada del hombre a la Luna. Ese día, Edwin “Buzz” Aldrin apoyó el módulo lunar en la superficie del satélite y el mundo lo supo cuando Armstrong avisó: “El Águila ha descendido”.

Michael Collins, el piloto que había conducido más de 380.000 kilómetros para llevar a Armstrong y Aldrin hasta la órbita lunar, no vio nada. Del lado oscuro de la Luna, incomunica­do de sus compañeros y del centro de control de Houston, cumplía con aquello que había dicho antes sobre sí mismo: “Seré uno de los poquísimos norteameri­canos que no verá la llegada del hombre a la Luna”.

Collins usó esas horas -contaría después en sus memorias- para fantasear y para tomar una decisión. La fantasía era que el motor que debía impulsar el módulo lunar de vuelta hacia la órbita no arrancara o que, en su defecto, funcionara menos de los siete minutos que tenía que estar encendido para alcanzar una altura que en la que él pudiera volver a reunirse con sus compañeros y conducir de nuevo hasta la Tierra. La decisión que tomó fue que si su fantasía se cumplía -es decir, si Aldrin y Armstrong quedaban varados en el espacio listos para morir por falta de oxígeno y deseando que sus esposas supieran cuánto las amaban-, él no se suicidaría. Que volvería solo a la Tierra, que afrontaría el desafío de ser “un hombre marcado por la tragedia” -así escribió- pero que no se mataría.

“Pacíficas”, dijo Collins cuando le preguntaro­n cómo habían sido las 27 horas que permaneció separado del módulo lunar esperando que sus compañeros protagoniz­aran una hazaña para traerlos de vuelta a casa. Y contó que lo impresiona­ba tanto mirar la Tierra desde lejos que la Luna casi no lo conmovió. ■

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El piloto. Michael Collins.

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