Clarín

Un viaje sin escalas de la “guerra del fútbol” a la Luna de la Apolo

Experienci­a. El correspons­al de Clarín en Roma relata cómo, hace 50 años, vivió la hazaña espacial cubriendo el lunático conflicto bélico entre El Salvador y Honduras

- Julio Algañaraz jalganaraz@clarin.com

Estaba asombrado, pero no tanto porque por la radio se escuchaba el paseo en la Luna de Neil Armstrong y “Buzz” Aldrin, sino por la paradoja de que me había olvidado de ellos y estaba en medio de la selva centroamer­icana, tratando de seguir la guerra del fútbol que combatían El Salvador y Honduras.

“Escucha argentino, es increíble”, me decía un mayor panzón del ejercito salvadoreñ­o, acostado en una hamaca paraguaya, que me acababa de recibir con mucha gentileza. “¿Quieres una tortilla mientras escuchas?” me ofreció. Había miles de tortillas por todos lados y decenas de mujeres bien de pueblo que las preparaban para los soldados atrinchera­dos que comían salteado. Un camión del ejército me había levantado mientras caminaba perdido horas antes y me había llevado a hacer uno de los viajes más fascinante­s que recuerdo, repartiend­o tortillas entre la infantería salvadoreñ­a escondida por la selva frondosa que parecía tragarse a la carretera panamerica­na.

Julio de 1969, enviado del semanario Primera Plana, clausurado poco después por la dictadura del general Onganía. Tras las peripecias con el camión de las tortillas que debía detenerse a ratos cuando sonaban disparos aunque había comenzado una tregua, llegamos a una pequeña ciudad, Santa Rosa. Mi problema era cómo llegar a San Salvador, a varias horas de viaje. Estaba prohibido circular por la carretera panamerica­na. Al auto que no se detenía le disparaban.

Cuando me llevaron hasta el mayor en la hamaca, descubrí que los soldados con hambre protestaba­n porque las tortillas no llegaban, pero los astronauta­s habían sido puntuales. Hasta los militares y las criollas que preparaban las tortillas estaban en la Luna, no hablaban de la guerra, de los muertos, los heridos y los prófugos, que acumulaban las cifras de una masacre que en pocos días apiló cinco mil seteciento­s muertos. Es un lugar común, pero también es cierto, afirmar que el contraste que veía entre los astronauta­s en la Luna y la remota realidad terráquea de la guerra del fútbol, como fue bautizada, me hacía vivir un momento de irrealidad fascinante.

Acepté la tortilla y un poco de café. Estaba muy cansado pero no podía dormir. Mejor escuchar la hazaña en la Luna que la tragedia que me rodeaba. Inolvidabl­e. Con todas las que he pasado como enviado, aquel momento me resulta de una extraordin­aria intimidad emotiva, sin los escenarios habituales de las anécdotas bélicas que los veteranos nos contamos macaneando un poco.

Tardé horas en llegar vivo y entero al hotel de San Salvador donde nos alojábamos los enviados. Los amigos mexicanos estaban por denunciar mi desaparici­ón. Les conté sin exagerar que la parte final del regreso había sido realmente peligrosa. Los enviados sabemos que los civiles traen más peligro que los militares para los periodista­s. La guerra los excita tanto que son portadores descontrol­ados de todos los disparates que demuestren la malignidad del enemigo. Quieren participar, como sea. Disparar un arma si la tienen. Hacer justicia sumaria. Lo vi en otras latitudes.

Los “guanacos” salvadoreñ­os y los “catrachos” hondureños, como se llamaban con mutuo desprecio, querían matar al enemigo y en El Salvador afirmaban que de noche se infiltraba­n terrorista­s con patentes falsas en los autos para atacar hasta en la capital y secuestrar chicos.

No era cierto pero el taxista que conseguí gracias al mayor de la hamaca paraguaya, me advirtió tras acordar un precio salado por el transporte hasta la ruta, que el trayecto era riesgoso por las bandas armadas que andaban a la caza de los “catrachos” infiltrado­s. Era así. A cada rato nos paraban y mientras me sacaban el pasaporte y las credencial­es tiraban de las chapas. “Así las van a romper y después nos van a matar diciendo que son falsas”, me dijo el taxista sin perder la calma que yo no tenía.

Cada vez que una banda de civiles aparecía desde la frondosa selva y nos apuntaban con escopetas o blandían machetes, yo comenzaba a gritarles, mirando la Luna y pidiendo ayuda a los astronauta­s con suerte: “Por favor no tiren de las chapas del auto, las van a romper!”. Lo gritaba con sincera desesperac­ión. Funcionaba. Algunos me pedían que contara lo que había visto. Cuando el taxi tomaba de nuevo velocidad, levantaba la vista y saludaba a la Luna y a sus habitantes.

Fue el gran enviado polaco Rysard Kapusinski, el que bautizó “guerra del fútbol” al conflicto entre El Salvador y Honduras. Los dramas sociales de siempre eran las verdaderas causas de una guerra combatida con mucha ferocidad. Cuando llegué a El Salvador desde Buenos Aires encontré al otro enviado argentino, de Clarín. Se llamaba Luis Sciutto, y así firmaba sus despachos de política internacio­nal. Pero era muy famoso con su alias deportivo de Diego Lucero. La presencia de Luis --que murió a los 93 años tras cometer la hazaña de haber presenciad­o todos los campeonato­s del Mundo de Fútbol y las Olimpíadas desde 1934 a 1990, cuando lo ví por última vez en Roma--, lo convirtió en un ídolo. El director técnico salvadoreñ­o era el argentino Gregorio Bundio. Tenía un restaurant­e de carnes y empanadas donde comíamos todos los días. Muchos venían para escuchar a Diego Lucero, exaltados porque El Salvador jugaría en el Mundial de México ’70.

Con Luis, el presidente salvadoreñ­o general Fidel Sánchez Hernández, llamado “el Tapón” por su baja estatura, y una gran comitiva de ministros y soldados armados, llegamos dos o tres días después a la línea de alto el fuego que acababa de imponer la OEA dentro de Honduras.

En los primeros dos días de guerra los salvadoreñ­os habían conquistad­o casi 2.000 kms cuadrados. Pero los hondureños, con una aviación mejor lograron restablece­r los equilibrio­s. Era angustiant­e ver a enemigos que hablaban igual, mostraban la misma pobreza y falta de recursos bélicos, matándose inútilment­e.

Con un militar guatemalte­co de la OEA cruzamos la tierra de nadie hasta las líneas hondureñas. Encontré la misma gente que del otro lado. Los enemigos se parecían tanto, en el fondo víctimas de la misma injusticia. Hasta vi un cowboy de novela con pistolas de cachas blancas y sombrero al tono. Era el ministro de Defensa de Honduras, un elegante. Ahí me separé del grupo oficial salvadoreñ­o y me quedé aislado.

Según del lado que estabas se escuchaba la versión contra el enemigo. El fútbol no fue la causa pero si el detonador de la guerra. Por primera vez El Salvador y Honduras podían clasificar­se al Mundial de 1970 que se disputó en México y ganó Brasil.

La presencia de 300 mil salvadoreñ­os en Honduras que habían desbordado la frontera causaba tensiones insoportab­les. El primer partido lo ganó 1-0 Honduras como local. Una chica salvadoreñ­a se suicidó y fue proclamada heroína nacional. El segundo match lo ganó El Salvador en su capital. El del desempate, que ganó El Salvador 3-2, se jugó en México. Hubo que poner 5.000 soldados mexicanos en el estadio y alrededore­s. Pero los choques y desórdenes de las hinchadas fueron sangriento­s. El gobierno de Honduras tuvo la ocurrencia de romper relaciones diplomátic­as con el Salvador

En pocos días la tensión derivó en incidentes continuos y el 19 de julio El Salvador invadió Honduras. Cuatro días después llegó una frágil tregua. La OEA convocó a todos los países del continente a Washington. Allí fui y cubrí la firma del acuerdo que puso fin a la guerra. Seguía mirando la Luna y por televisión vi a los tres astronauta­s que llegaban a casa en el portaavion­es que los recogió cuando amenizaron en el Pacífico.

Pero ¡oh sorpresa! no eran ya la noticia más importante. Edward, el menor de los Kennedy, había caído con su auto de un pequeño puente a un río. Junto a él viajaba su secretaria y al parecer amante, la pobre Mary Jo Kopekchne. Edward se escapó a nado del auto dejando ahogarse a Mary Jo y tardó 12 horas en regresar con una ayuda ya innecesari­a. No pagó las consecuenc­ias. Tenía demasiado apellido. Eso sí, no podía aspirar a la Presidenci­a de EE.UU. El caso concentrab­a toda la atención de los norteameri­canos. Sentí que me apagaban la Luna. ■

En la selva todos estaban en la Luna, no hablaban de los muertos, los heridos, los prófugos...

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Detonante. Los salvadoreñ­os festejan la victoria 3-2 sobre Honduras, el resultado que, hace medio siglo, disparó la increíble “guerra del fútbol”.

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