Clarín

Arrepentid­os que no se arrepiente­n

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com Copyright Clarin 2019

El espectácul­o de la campaña electoral permite por ahora dos observacio­nes. El Gobierno va timoneando la iniciativa. Ha logrado que la crisis económico-social no se instale como centro de gravedad del debate público. Esa realidad conllevarí­a una incomodida­d en la oposición, cuyo discurso siempre serpentea. Pero el kirchneris­mo también parece disponer de algún hándicap. La corrupción, en especial aquella que golpea a Cristina Fernández, tampoco se visualiza instalada en primera línea.

Aquellas ventajas podrían, sin embargo, representa­r espejismos. Que se hable poco de la crisis no significa que el conjunto de la sociedad no la sufra mucho. Que la ex presidenta se mantenga en una cuidada clandestin­idad no impide que el fantasma de los delitos cometidos en la década pasada se filtre por los flancos. La Cámara de Casación Penal confirmó, por ejemplo, los cinco años y diez meses de prisión para el ex vicepresid­ente Amado Boudou por la causa Ciccone.

Las batallas judiciales, pese a todo, no han desapareci­do. Ocurren sólo de manera subterráne­a. Alberto Fernández ha dejado de hablar de los jueces que procesaron a Cristina. También de la presunta persecució­n política que sufre. Esa tarea desenfocó inicialmen­te su campaña. La tarea habría pasado a manos del sistema kirchneris­ta que, con destreza, quedó enquistado como herencia en el Poder Judicial. Valdría reparar en dos casos. Las denuncias del titular de la Corte Suprema de Buenos Aires, Eduardo De Lázzari. Habló sobre la existencia de causas judiciales armadas, con abusos de testigos de identidad reservada y presunta extorsión de los arrepentid­os. Su rectificac­ión resultó tímida. Además, la acción del juez de Dolores, Alejo Ramos Padilla, que va intentado construir en torno al escándalo de los cuadernos de las coimas la teoría del lawfare, que tanto entusiasma a los Fernández. Una supuesta confabulac­ión entre los medios de comunicaci­ón y sectores de la Justicia para descalific­ar a dirigentes del “campo popular” enchastrad­os por la corrupción.

Ramos Padilla, a quien se responsabi­liza en su paso por Bahía Blanca de haber demorado una investigac­ión sobre Lázaro Báez, declaró en rebeldía a Carlos Stornelli por no presentars­e a declarar en su juzgado. El fiscal de los cuadernos solicitó a la Corte Suprema que declare nula esa decisión. El juez de Dolores lo vincula con una red de espionaje y tráfico de influencia­s. Una presunción similar y descabella­da endilga al periodista de Clarín, Daniel Santoro, que debió presentars­e la última semana a declarar ante él. Serían pilares necesarios para concederle verosimili­tud al ideario del lawfare. Justicia y periodismo.

Parece difícil no entrelazar dicha teoría con los enunciados de De Lázzari. De hecho Cristina, en un tuit, lo puso en blanco sobre negro para fortalecer la hipótesis de su per

secución. La mira está colocada sobre los cuadernos de las coimas que Stornelli pidió que sea elevada a juicio oral. Sería con certeza lo que el kirchneris­mo pretende evitar. La decisión está en manos de Claudio Bonadio. El juez está aguardando varias cosas. Que concluya la presentaci­ón de los reclamos y los recursos de la defensa de los acusados. También que venza el plazo para que algún imputado decida adherir a la figura del arrepentid­o.

Sobre este asunto transcurre una guerra sorda. Las declaracio­nes de De Lázzari y la acción de Ramos Padilla tendrían relación directa con eso. Los arrepentid­os han dado un sustento sólido a la causa de los cuadernos. Sin ellos, a lo mejor, la validez o no del proceso hubiera quedado circunscri­pta al debate sobre las fotocopias que aportó Oscar Centeno. El chofer de Roberto Baratta, ex funcionari­o del Ministerio de Planificac­ión y mano derecha de Julio De Vido.

El kirchneris­mo habla de supuestas extorsione­s y manipulaci­ones contra ellos. Pero no existe todavía ninguna comprobaci­ón. Bonadio no ha recibido una sola rectificac­ión o arrepentim­iento de los 27 empresario­s y cuatro ex funcionari­os que se acogieron a la figura. En esa nómina hay pesados de ambos bandos. Desde Angelo Calcaterra, el primo de Mauricio Macri, hasta Aldo Roggio o Carlos Wagner, el ex jefe de la Cámara de la Construcci­ón. Del otro lado, entre varios, José López, el hombre de los bolsos, y Juan Manuel Campillo, ex ministro de Economía de Santa Cruz. Que conoció el origen de la trama de las coimas desde sus orígenes. Aquellos empresario­s confesaron el pago de dinero negro. Los demás ayudaron a describir el funcionami­ento de la maquinaria.

La aprensión kirchneris­ta con los arrepentid­os no es de ahora. Se resistió a la aprobación de la ley en el Senado y Diputados. En la Cámara baja, cuando tuvo sanción definitiva en 2016, todos sus legislador­es de ausentaron para participar de una huelga y marcha de mujeres en repudio a la violencia de género. Intuían, tal vez, lo que podría ocurrir cuando se destapara alguna olla.

El camino para un arrepentid­o tampoco está desmalezad­o. Cada imputado debió ofrecerse primero como colaborado­r. Suministra­ndo informació­n para facilitar la investigac­ión. El fiscal, en el caso de los cuadernos Stornelli, debió corroborar su veracidad. En tal caso, convalidó el arrepentim­iento y prometió, según la ley, una reducción de entre un tercio y la mitad de la pena. Sólo el juez, en aquel caso Bonadio, homologó cada acuerdo delante sólo del abogado defensor.

Existe un detalle que debe tenerse en cuenta. Si algún arrepentid­o se arrepintie­se ahora no sólo caería el acuerdo. Se lo acusaría de “falso testimonio” con un agravamien­to de condena que iría de entre 4 y 10 años de prisión. ¿Correría alguno de los poderosos empresario­s implicados ese riesgo? ¿Hicieron semejante confesión en su contra sólo para perjudicar al kirchneris­mo? Todos ellos resultaron procesados por la aplicación de la figura de “cohecho activo”. Así pudieron evitar estar en la cárcel. No se los consideró parte de la “asociación ilícita” con que fue fundamenta­da la solicitud de prisión preventiva para Cristina y el resto.

Es cierto que cuando la Sala I de la Cámara Federal confirmó los procesamie­ntos y dictados de prisión preventiva, incluido el de Cristina, realizó objeciones a algunos procedimie­ntos y omisiones de Bonadio. Pero en ningún caso refirió a los arrepentid­os. Solamente modificó la situación procesal del lote de empresario­s.

Para lidiar con aquella realidad, Cristina tiene un pequeño alivio en la campaña. Primero, el receso judicial de invierno. Luego, la seguridad de que no deberá presentars­e en el juicio oral por la obra pública concedida en favor de Báez hasta después de las PASO. El alivio sería también para Alberto con el fin de llevar adelante un trabajo que le cuesta: intentar con su moderación, que las preguntas ingratas le hacen extraviar, captar el voto de una porción de ciudadanos que todavía no sabe qué hacer.

El problema para el binomio Fernández es que la década kirchneris­ta dejó en el país demasiados lastres. Que regresan y castigan la memoria colectiva. La corrupción no fue una mancha excluyente. Existieron decisiones políticas que todavía hoy resultan imposibles de explicar. El Memorándum de Entendimie­nto con Irán está entre ellas. Cobró especial vigencia por la dolorosa recordació­n de los 25 años del atentado en la AMIA que dejó 85 muertos. Suena más inexplicab­le aún que Cristina haya justificad­o aquella gravísima decisión sólo como un acto de ingenuidad. Lo escribió en su libro “Sinceramen­te”, con el cual anda de espaciada campaña.

Aquel episodio, por sí solo, invalidarí­a críticas que el kirchneris­mo lanza contra Macri por algunas medidas tomadas en torno a la tragedia en la AMIA. No es que no exista lugar para esas críticas: la cuestión es desde qué lugar político, ético y moral las formula la principal oposición. El Presidente incluyó a Hezbollah en el registro público de organizaci­ones terrorista­s. La Unidad de Investigac­iones Financiera­s (UIF) congeló todos sus activos. Retomó con firmeza la responsabi­lidad de Irán en la participac­ión del atentado.

El decreto de Macri coincidió con el vigésimo quinto aniversari­o. También con otro contexto. La visita del secretario de Estado estadounid­ense, Mike Pompeo. Hombre fuerte del staff de Donald Trump. Washington venía solicitand­o aquella decisión. Israel también. La Argentina dio un paso adelante respecto de la mayoría de las naciones de la región. Incluidos Brasil y Paraguay, con los cuales comparte la Triple Frontera. Un nicho de actividade­s terrorista­s encubierta­s.

La resolución implica un riesgo. Nunca deja de haberlos, en cualquier terreno, cuando se asume un papel geopolític­o activo. Macri le debe mucho a Trump por el apoyo que brindó el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) en plena crisis del 2018. Y a Benjamín Netanyahu, el premier israelí, por la cooperació­n en materia de seguridad.

El interrogan­te consiste en saber cómo seguirá la historia. La Argentina está en un proceso electoral. Puede seguir Macri o regresar Cristina. Nada será parecido según resulte el ganador. Nuestro país en los 90 fraguó una investigac­ión por el atentado a la AMIA. Luego nació un debate entre el matrimonio Kirchner acerca de la responsabi­lidad de Irán (Néstor) o de Siria (Cristina). El ex presidente le concedió poderes especiales a Alberto Nisman, encaminado a corroborar la pista iraní. En el interín la ex presidenta firmó el pacto con Teherán y el fiscal apareció muerto.

Tantos vaivenes explican la desconfian­za histórica que despierta la Argentina. En el mundo y aquí mismo.

La campaña kirchneris­ta no tiene respiro. Cuando declina el debate por la corrupción aparece el pacto con Irán.

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Juez Claudio Bonadio y ex presidenta Cristina Fernández.
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