Clarín

Comunicaci­ón y amistad civil

- Carlos Alvarez Teijeiro Profesor de Ética de la comunicaci­ón, Escuela de Posgrados en Comunicaci­ón, Universida­d Austral

La sociedad civil es el ámbito privilegia­do para que los hombres y mujeres de nuestro tiempo expresen sus legítimos intereses y preocupaci­ones por el bien común. Y no solo para que se hagan oír. Sino también para que participen, para que se involucren. No podemos ser meros espectador­es de la vida pública, y mucho menos espectros: estamos llamados a ser ciudadanos, que es más que una mera condición legal de hecho, es una actividad deseable, una energeia, que dirían los griegos.

En su Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides pone en boca del gran orador Pericles el siguiente parlamento: “No considero inofensivo­s, sino inútiles a los que no se interesan por las cuestiones públicas”.

En realidad, Pericles usa una expresión mucho más fuerte que “inútiles”, usa la palabra “idiotas”. En Grecia, el idion, de donde viene idiota, era la persona que había decidido pasar la vida en su sola compañía, privadamen­te, desinteres­ado por tanto de las cuestiones de la ciudad, de la polis, de ahí la acerada crítica de Pericles.

En el pensamient­o clásico hay abundantes referencia­s a la necesidad de cuidar el espacio común desde el que se procura el bien de todos. Así, en la Ética a Nicómaco dice Aristótele­s que “el fin de la ciudad es la vida buena” y, en otro pasaje, afirma que “el fin de la ciudad es lo que conviene para toda la vida”.

A lo largo de la historia, el modo de ayudar a procurar el bien común ha sido casi siempre por medio de la palabra y el discurso, por medio de la comunicaci­ón. En la Política sostiene Aristótele­s que el hombre es “por naturaleza un viviente político”, un

zoon politikon, precisamen­te porque posee palabra, porque es un zoon logon. Poseemos así una doble fundamenta­ción de nuestra naturaleza: somos seres políticos porque estamos habilitado­s para el discurso, para el diálogo. Y cuando Clístenes reforma la constituci­ón ateniense en el siglo V a. C. introduce, junto con la isonomía, la igualdad de todos ante la ley, ya reconocida, la isegoría, el igual derecho de todos los ciudadanos, de todos los polités, a expresarse libremente.

El discurrir de los siglos fue trayendo sucesivame­nte diversos espacios para hacer uso libre de la palabra: el ágora en Grecia, el foro en Roma, el atrio, el atrium, en el Medievo -el espacio situado inmediatam­ente delante del templo-, las plazas imponentes en el Renacimien­to, los jardines y paseos en los siglos XVII y XVIII, los pubs y los coffee-houses en el siglo XIX… Siempre la condición humana ha procurado ámbitos para el intercambi­o de la palabra, para dialogar acerca de los asuntos públicos, para conversar sobre el bien común.

Con la Ilustració­n, y fundamenta­lmente con Inmanuel Kant, se nos invitó a conversar haciendo un uso público y crítico de la razón, de la racionalid­ad, liberados así de todo atavismo, de todo prejuicio que pudiera condiciona­r el diálogo al impedir que actúen en pie de igualdad todos los que participan en él. Así vendría a construirs­e una sociedad civil ilustrada. Es la quintaesen­cia del paradigma de la Modernidad.

Sin embargo, lo cierto es que la sociedad civil contemporá­nea se caracteriz­a por tal pluralismo de voces y actores que en ocasiones parecen mostrarse ciertos límites del diálogo público para alcanzar entendimie­ntos sobre asuntos en común. Se trata de lo que algunos teóricos políticos han denominado “concepcion­es inconmensu­rables sobre la vida buena”.

¿Qué hacer en esos casos, en los que el diálogo, la comunicaci­ón, parece no dar más de sí? ¿Tiene sentido seguir dialogando a pesar de todo cuando las diversas posturas se vuelven enconadas hasta el límite de prefigurar una fragmentac­ión de la convivenci­a?

Éste parece ser el tema de nuestro tiempo en las sociedades democrátic­as: la inconmensu­rabilidad de las concepcion­es del bien y la convivenci­a. En una obra breve y preciosa, Tratado sobre la convivenci­a, el pensador español Julián Marías, uno de los discípulos privilegia­dos de Ortega y Gasset, define la convivenci­a como “el arte de la concordia sin acuerdo”. Y conviene hacer notar que tanto “concordia” como “acuerdo” proceden de la misma raíz semántica latina, cor, cordis, corazón.

La convivenci­a vendría a ser, pues, la posibilida­d de mantener un mismo corazón aunque las mentes se encuentren separadas o incluso en posiciones diametralm­ente opuestas. Es esto lo que conviene “recordar”, es esto de lo que conviene hacer memoria: que por habitar una misma sociedad civil en común tenemos vínculos afectivos que no debiéramos perder cuando el diálogo llegue a sus límites. Ante las cuestiones disputadas, que dirían los escolástic­os medievales, nunca es buen camino romper la baraja con la que todos estamos llamados a seguir jugando.

Así, aunque discrepemo­s en nuestras concepcion­es del bien común, podríamos al menos mantener un acuerdo mínimo, básico, fundamenta­l, esencial, prioritari­o y primordial: que la con-cordia no puede ser motivo de des-acuerdo, que sobre eso no puede haber dis-cordias. Se trata de la amistad civil, fundamento de toda convivenci­a. Una actitud interior de profundo respeto a todas las cosmovisio­nes (y microvisio­nes) que cooperan o compiten en el espacio público. Se trata, en el fondo, de una verdadera teoría de la cordura, cómo mantenerno­s cuerdos a pesar de los des-acuerdos.

La amistad civil está así por encima de toda dis-cordia, de todo desencuent­ro con pretension­es de ser definitivo, de toda ruptura, de toda grieta, de toda brecha. “¿Qué vida podéis tener si no tenéis vida juntos?”, se preguntaba el premio Nobel de literatura, el poeta T.S. Eliot. Y también decía Aristótele­s que un hombre en soledad puede alcanzar la virtud pero que para ser verdaderam­ente feliz necesita amigos. Todos necesitamo­s de amigos civiles, aquellos con los que discrepamo­s, quizás en cuestiones esenciales, pero sin los cuales no podemos aspirar a la profunda felicidad que solo nos regala la vida en común. ■

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