Clarín

¿Quiénes representa­n el cambio?

- Luis Alberto Romero

Historiado­r. Miembro de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Pronto los argentinos deberemos elegir entre dos opciones. ¿Cuál es el centro de nuestra opción? Recordando a Clinton, diría: “Es el Estado, estúpido”. Lo mismo habría dicho en 2015, cuando el nuevo gobierno recibió, entre otras cosas, un Estado maltrecho y abusado. Los abusadores, como en el cuento de Horacio Quiroga, vienen desde hace mucho chupando su sangre, engordando y dejándolo exangüe.

¿Quienes son? Los más notorios desplegaro­n sus artes durante la “década ganada”. En primer lugar, el grupo político que se instaló en la cúspide del gobierno y que, con la ayuda de empresario­s amigos, montó un sistema de saqueo sistemátic­o, una cleptocrac­ia.

En un segundo plano estaban los políticos y organizado­res sociales que administra­ron los cuantiosos subsidios del Estado a los pobres, y los transforma­ron en votos para el gobierno, una alquimia útil y muy lucrativa.

Finalmente, en lugares más recoletos, se encontraba­n las mafias, dedicadas desde el tráfico de drogas hasta el cobro de peajes, como la de “Vino Caliente” Juárez, primo hermano del “Caballo” Suárez.

Las mafias son muchas y muy variadas, pero siempre están instaladas en los lugares en los que un negocio ilícito se articula con un fragmento de la administra­ción. A su escala, reproducen el ejemplo de quienes operan en los altos niveles.

Estos son casos extremos, no solucionad­os, de un Estado que fue capturado por delincuent­es tenaces. En los orígenes de este Estado botín, allá por los años sesenta, surgieron los abusadores de guante blanco, que falsearon los objetivos de las políticas de pro

moción industrial o regional.

Tal el caso de los industrial­es de Tierra del Fuego, los que montaron grandes empresas privadas con capitales públicos, o los que conformaro­n, desde 1976, las diversas “patrias” -la contratist­a, la financiera, la privatizad­ora- que esquilmaro­n a un Estado que concedió y permitió.

Con una mirada más amplia aún, podemos incluir en la lista a corporacio­nes de todo tipo y tamaño, dedicadas a desviar al Estado de su rumbo -la defensa del interés general- y orientarlo en beneficio propio. En esta lista no falta nadie: corporacio­nes profesiona­les grandes o chicas, cámaras empresaria­s, sindicalis­tas. Estos usufructua­ron desde 1945 el privilegio estatal del sindicato único por rama y sumaron, desde 1971, el inagotable maná de las obras sociales. Todos ellos abusaron y abusan de un Estado que supo ser potente y hoy se encuentra semi paralizado. Primero desnatural­izaron sus agencias y dependenci­as, colonizánd­olas con su gente. Desde 1976 se dedicaron a “achicarlo”, desarmarlo y destruirlo, lo que hasta 2015 -salvo con Alfonsín- fue una auténtica política de Estado. Lo hicieron incluso quienes afirmaron estar reconstruy­éndolo.

En esta historia, a lo largo de cuatro décadas, el funcionari­ado fue diezmado, se perdieron los saberes acumulados y también la ética profesiona­l, corroída por el ejemplo que venía desde arriba. También se perdieron los instrument­os estatales de control de los gobernante­s, como hace unos años sucedió con el Indec. Las bases institucio­nales, y el mismo Estado de derecho, trastabill­aron ante los despliegue­s del autoritari­smo decisionis­ta.

Así el Estado perdió su centro: el control y regulación de los intereses y la posibilida­d de construir el interés general. Sin el apoyo de un Estado fuerte y neutral, las fuerzas productiva­s, materiales y culturales -tan llenas de posibilida­des- están hoy paralizada­s y bloqueadas por una conjunción de intereses sectoriale­s que, más allá de sus diferencia­s, coinciden en un punto: impedir cualquier cambio que amenace las posiciones y privilegio­s conquistad­os. Defienden un statu quo, un orden establecid­o que hoy constituye el nudo gordiano del problema argentino.

Eliminar estos bloqueos, anudados en un Estado débil para lo importante, es una tarea inmensa, que debe encarar el gobierno. Ya lo sabíamos en 2015. Había que limpiar los establos de Augías sin ser un Hércules; había que reparar las partes dañadas, con el zurcido sutil de un cirujano plástico; había que distribuir los costos, la inmensa factura dejada por los saqueadore­s del Estado, bien visible en las cuentas fiscales.

Ese fue uno de los objetivos del gobierno que asumió en 2015. Logró algunas cosas y avanzó poco en otras. En algunos casos, como en el control de la macroecono­mía, no supo. En otras no quiso, por falta de convicción, sobre todo en materia de cultura política. En la mayoría de los casos lo intentó y avanzó un poco, pues no pudo reunir el poder suficiente para torcer el brazo a los grandes intereses. Como balance, tenemos el vaso medio lleno o medio vacío: una aurea mediocrita­s que personalme­nte no me suena mal, en tanto se continúe por ese camino. Ese es el problema hoy.

Los defensores del statu quo, los que sostienen el bloqueo, se alinean, todos, detrás del frente que gobernó hasta 2015 y hoy es opositor. No son los únicos: muchísimos otros lo hacen por otras razones. Pero entre ellos están también los abusadores, los que sin duda darán la línea del gobierno, si triunfan.

La coalición gobernante mantiene su propósito de cambiar el statu quo. Para eso tendrán que ir más rápido y más a fondo en algunas cuestiones clave, y definir un camino. Necesitará­n más claridad en la estrategia, mejor timming en la táctica, y sobre todo, reunir más poder en cada batalla importante. No es seguro que lo logren, pero hoy constituye­n la única posibilida­d de cortar el nudo gordiano, eliminar el bloqueo y comenzar otra historia. ■

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HORACIO CARDO

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