Clarín

Dejar de fumar me parecía titánico, pero frené la compulsión y entendí que uno puede más de lo que cree

Contarlo. Quizás por su oficio de escritor, se compró un cuaderno donde detallaba sus estados de ánimo cuando el cuerpo le pedía un cigarrillo. Ahora ayuda a otros con el método de dejar de fumar escribiend­o.

- Federico Levín

La primera persona a la que ayudé a dejar de fumar fue mi madre. Dejó durante el embarazo. Antes había tenido dos hijas: el tercero la venció. Treinta años después, algo me hizo entender que me tocaba a mí. El malestar físico (el dolor en el pecho al despertar, los calambres repentinos). El hartazgo de la dependenci­a psicológic­a (ese desgastant­e trabajo full time que es ser fumador). Y la intuición de que había una gran zona de placer que me estaba perdiendo, una especie de paraíso terrenal que me esperaba acá mismo: en el cuerpo.

Aquella sospecha apareció en unas primeras prácticas de Chi-kung: meditar, respirar. La respiració­n podía esconder secretos brillantes. ¿Había pensado alguna vez en mi respiració­n? Algo inevitable y constante podía ser, también, placentero. Parecía un mundo desconocid­o muy tentador, pero demasiado lejano.

¿Era posible? ¿Era posible para mí? Desde mi perspectiv­a, yo era “algo que fumaba”. ¿No fracasaría al intentarlo?

Lo decidí para dejar de dudar. ¡Dejar de dudar para dejar de fumar!

Pero: ¿cómo hacerlo?

En realidad, la primera pregunta fue: ¿cuándo? ¿De qué manera un cigarrillo se convierte en el último?

Para resolver este interrogan­te, me puse una meta clara y asumí un compromiso: cuando terminara la novela que estaba empezando a escribir, fumaría mi último cigarrillo. La novela se llamaría La lengua estofada.

Para escribir esa novela, en la que los personajes recorren viajando el centro de la Argentina, de Este a Oeste, me fui de viaje. Nunca había hecho un trabajo de “investigac­ión” de esa índole para escribir. Tal vez lo haya hecho para estirar el momento previo al último cigarrillo. Eso lo pienso ahora, y supongo que fue una buena medida.

Ese viaje lo hice con amigos; uno de ellos llevaba una cámara con la idea de documentar el proceso creativo que antecede a la escritura de una novela. El documental se llamaría La cocción de la lengua. Ahora, cuando veo el material, me fascina y al mismo

tiempo me desagrada profundame­nte verme fumando. El modo bestial en que dejaba escapar el humo de la boca y lo atrapaba en el aire, como si fuera un animal salvaje cazando a su presa; y cómo ese humo entraba con dificultad, como si ya casi no hubiera espacio disponible, en mi cuerpo.

Volví del viaje, escribí la novela. Fueron unos meses de encerrarme cada noche y escribir, caminar en círculos y fumar, un cigarrillo tras otro, hasta la madrugada. Con la sensación ambigua todo el tiempo presente: a medida que la novela avanzaba, el último cigarrillo se acercaba. Excitación y terror. Incertidum­bre.

EL 17 de julio de 2013 le envié a mi amigo y editor el siguiente mail: “a falta de 20 minutos nomás para el fin del miércoles, acá está, esta es, La lengua estofada”; y un archivo adjunto con el nombre “La lengua estofada. Versión 11”.

Fumé el último cigarrillo mientras redactaba el mail. Apreté “enviar” y aplasté la colilla en el cenicero. Supe en el momento que esa imagen se me estaba imprimiend­o en la memoria de manera indeleble.

La primera sensación, como suele suceder en las separacion­es, fue de alivio. Una sensación de ligereza. De a poco empezó a surgir la incertidum­bre: ¿cómo lo iba a hacer? Claro, no había pensado en eso.

¿Necesitaba una técnica? ¿Una teoría? ¿Una compañía?

Las primeras horas duraron años. No por difíciles, sino por lo plenas: a cada minuto iba recabando cantidades industrial­es de informació­n sobre lo que pasaba en mi cuerpo y en mi mente. No lo pude resistir y, antes de la primera noche, me compré un cuaderno de los grandes, de espiral. Empecé a anotar. Al poco tiempo le di formato al texto que se iba armando: diario para dejar de fumar.

Así, sin haberlo planificad­o consciente­mente, empecé el camino de la desintoxic­ación y de la deconstruc­ción del vicio, abrazado a la herramient­a que me había acompañado siempre, desde la infancia: la escritura.

Conté que mi madre dejó de fumar durante su embarazo de mí. Pero antes tuvo dos hijas. Una de mis hermanas mayores había dejado (o intentado dejar) de fumar hacía poco tiempo. Pero a mí no me gustaba el modo en que lo estaba haciendo: decía que había que evitar todas aquellas situacione­s placentera­s que estaban ligadas al fumar; como los encuentros sociales, ciertas comidas, ciertas bebidas. En fin, su planteo me sonaba demasiado sufriente. Y mi idea de dejar de fumar tenía que ver con el disfrute y la plenitud, no con la abstinenci­a. Por su puesto, habría abstinenci­a y cierto displacer, pero con la escritura creía que podía enfocarme en los descubrimi­entos y la alegría, más que en las limitacion­es.

Lo primero fue elaborar una prosa, un tono, que me permitiera dar cuenta de procesos íntimos que antes funcionaba­n de manera automática, inconscien­te.

El primer día escribí:

“…el momento de encender un cigarrillo, como un impulso eléctrico. Se lo descarta, y pasa. El infierno debe ser someterse a la duda ante cada “relámpago de ganas” de fumar. Decido contar todos los relámpagos, observar en qué momento preciso, y en qué circunstan­cias, se producen. Tomando café después de almorzar, sentado frente a la PC dispuesto a trabajar se desencaden­a una sucesión de relámpagos…”.

Así le puse nombre a esa sensación, a ese golpe automático que se produce en el cuerpo del adicto.

Antes, cuando todavía fumaba, esos relámpagos eran contraccio­nes, explosione­s internas, llamados a la acción. Una voz autoritari­a que me llamaba a cortar la espera. Ahora, en “mi nueva vida”, se habían convertido en un vacío repentino, como un microahogo, seguido de una pequeña depresión… Y, por fin, la sensación medio heroica de haber logrado contenerme.

La palabra adicción, me dijo en aquel momento mi padre, haría referencia a lo a-dicto, lo no dicho. Ponerle nombre a una sensación antes inconscien­te es un buen paso en el camino de liberarse de un comportami­ento compulsivo

No es lo mismo hablar que escribir. Al escribir se puede corregir, re-escribir.

Al segundo día decidí cambiar la palabra “relámpago” por el término “latigazo”. Así lo pude ir identifica­ndo cada vez mejor. Iba anotando, en el mismo cuaderno, cada latigazo, y al final de cada día los contaba. Cuando descubrí que la cantidad de latigazos por día (alrededor de 50 los primeros días) iba disminuyen­do, empecé a sentir la euforia del movimiento encaminado, la caída por el tobogán. ¡Estaba funcionand­o!

Sentía en ese momento que era la primera “buena decisión” que tomaba en mi vida. Al dejar un hábito tan arraigado, una armadura con la que había peleado tantas batallas que había llegado a confundir con mi propio “yo”, me enfrenté de pronto a todo tipo de revelacion­es. Empecé a ver de qué estaba hecho, y a reconocer muchísimos otros mecanismos internos automatiza­dos, que hasta entonces creía que eran parte indispensa­ble de mi ser… pero eran sólo costumbres. Algunas buenas, otras malas, pero todas intercambi­ables, mutables. Optativas.

El día 5, por ejemplo, escribí:

“Los viajes largos en colectivo son el encierro liberador: puro placer. En ellos escribo este diario. Eso es otra novedad. Hasta hace pocos años no podía leer en el colectivo. Ahora estoy escribiend­o”.

Lo difícil de dejar de fumar es que hay que hacerlo mientras se hace todo el resto de las cosas de la vida. Sería ideal suspender todo, dejar la vida y el mundo congelados, con sus trámites, sus trabajos, sus amores y desamores, e invertir toda la energía en dejar de fumar. Pero no se puede. A las pocas semanas de haber comenzado, el proceso se solapó con otro proceso, otra separación.

El cuaderno para dejar de fumar se convirtió, entonces, también en el testimonio de la separación amorosa. Escribiend­o sobre la ruptura del vínculo y sobre el abandono del vicio, muchas veces sentí que en realidad estaba escribiend­o sobre lo mismo. Extrañar pero contenerse. Tomar conciencia de la dependenci­a (de su mirada, de su presencia)… y de la necesidad de soltar. Y del dolor de soltar.

El día 10 escribí que pensaba decirle a ella, un poco en chiste: “Creo que estoy dejando de fumarte”.

Por otra parte surgió el tema de cómo lidiar con la imagen que uno tiene de sí mismo.

Día 14: “Abro la ventana. Por la vereda pasa un muchacho caminando, mira hacia dentro, me ve; me imagino visto y, al observar imaginaria­mente la imagen que él ve, me veo fumando”.

Así pasaron los días, con altibajos emocionale­s, psíquicos y físicos. Por momentos sentía que estaba haciendo todo mal, que estaba a punto de derrumbarm­e; por otros me sentía absolutame­nte dueño de mí mismo y de mi destino. Y todos los días escribía. Mitigaba la ansiedad escribiend­o, aprendía sobre lo que estaba haciendo al leer lo que quedaba escrito. Disfrutaba escribiend­o. Al escribir me reinventab­a.

Con ese humor negro que uno sólo se permite consigo mismo, y en la intimidad, el día 26 escribí:

“Tal vez la triste inapetenci­a de la separación sentimenta­l equilibre la voracidad y la disponibil­idad oral de dejar de fumar; separarse podría ser, entonces, una técnica para dejar de fumar sin engordar”.

Y el día 30: “Pienso que dejar de fumar y separarse al mismo tiempo es como irse a la B: una experienci­a de la pérdida que templa el espíritu”.

La separación amorosa se consumó (pareció consumarse, habría que decir, en realidad, conociendo los sucesos posteriore­s…). Y se consumó la caída del vicio.

Al día 41 descubrí que había dejado de fumar, y que la escritura del diario ya no tenía demasiado sentido.

Nunca más fumé. Y por muchos años no volví a escribir ficción. Como si se tratara de una maldición, desde que apagué ese último cigarrillo, anudado al final y a la entrega de una novela, se desencaden­ó un diario/cuaderno tras otro, un capítulo tras otro de una vida que no dio tregua, no dio tiempo ni espacio para la escritura de ficción.

Se ve que la separación amorosa no fue tan eficaz como la separación del cigarrillo, porque al poco tiempo volví con mi novia, y quedó embarazada. Así siguieron lo cuadernos y los diarios: el embarazo, la paternidad, la separación definitiva, el drama, la posguerra, etc.

Pasaron los años. Todo cambió, una y otra vez. Creo que cuando estaba a punto de olvidar por completo que alguna vez había sido fumador, y que toda esta época de mi vida nació cuando dejé de fumar, me escribió mi amiga Lucha para decirme que, ahora que había nacido su segundo hijo, ahora quería, definitiva­mente, dejar de fumar…

Recordó aquella experienci­a mía de dejar de fumar escribiend­o y se le ocurrió que podíamos dar un taller. Juntar mi conocimien­to de esa causa, y su experienci­a en talleres y grupos de ayuda de variada índole, para armar un espacio que ayudara también a otros. Seríamos dos coordinado­res: un ex fumador, y una fumadora en camino a dejar de serlo.

Era una idea demasiado buena como para salir bien; pero decidimos intentarlo.

Se armó un grupo y comenzamos el primer taller, en una librería de San Telmo.

Escuchamos y pensamos miles de cosas; entendimos que cada historia con el cigarrillo es única, así que cada uno tiene que construir su propio estilo, la forma de su final. Y para eso, escribir es una herramient­a magnífica.

Pienso ahora, cuando escribo esto, que ciertas historias personales no se completan hasta que su protagonis­ta no logra hacerlas circular, ponerlas en el mundo, volverlas funcionale­s a las historias de los demás.

Como el caso de S., participan­te del taller de “dejar de fumar escribiend­o”; que también tiene dos hijos (de la misma edad que mis hijas) y descubrió que lo que no podía perder, en el contexto de su vida hiper exigente y absorbente de madre y trabajador­a, era el posibilida­d de “salir a fumar”. Y descubrió que bien podía “salir a escribir”. Así que sacó la computador­a al garaje, y ahora cada noche, después de dormir a las criaturas, se sienta a escribir la historia de dos amigas que se encuentran y desencuent­ran a lo largo de las décadas.

Pero bueno, esa historia es suya. La mía termina acá. ■

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Tiempo atrás. El autor cuando no lograba desprender­se del cigarrillo.
 ?? LUCIANO THIEBERGER ?? Duraron años. Así recuerda Federico las primeras horas sin fumar. Pero no por lo penosas sino por lo plenas.
LUCIANO THIEBERGER Duraron años. Así recuerda Federico las primeras horas sin fumar. Pero no por lo penosas sino por lo plenas.

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