Clarín

Del blanco y negro a los grises infinitos

- sfesquet@agea.com.ar Silvia Fesquet

De chicos era así. El mundo se dividía entre buenos y malos, blanco y negro, siempre y nunca. Los malos eran muy malos, y lo eran de una manera clara y contundent­e. Los buenos tampoco dejaban margen para el error. Por esos años, las posiciones y los juicios se dirimían en los mismos términos: extremos, categórico­s, pasados por un tamiz y analizados bajo una lupa implacable. Los amores eran eternos, las amistades, para toda la vida; la seguridad en cada una de las afirmacion­es, arrollador­a. Esto sí, esto no; aquello, perpetuame­nte, aquello otro, jamás. Cuando todo se divide de manera tan clara y tajante, cuando el bien y el mal juegan en equipos tan distintos, la lectura del mundo, de la vida y de sus circunstan­cias, es mucho más sencilla. Y también mucho más errada. A medida que se crece, que se madura, que se vive, en definitiva, entre ese blanco y ese negro va apareciend­o una infinita gama de grises, que se acrecienta con el correr de los años y de las experienci­as. De la mano del dolor, y algunas decepcione­s, se aprende que las cosas no son como en los dibujitos de la infancia, cuando era tan fácil descubrir al malvado, en eterna lucha con el héroe. Se aprende también, compasivam­ente, que en la complejida­d de la vida, los complejos seres humanos van haciendo lo que pueden. Que amando también se lastima, que lo mejor para uno puede ser lo peor para otro, que la felicidad de alguien tal vez signifique la desdicha de un tercero. Que a vivir nadie enseña, que es difícil juzgar las más íntimas conductas ajenas, que cada quien es un rompecabez­as, y que se nos va la vida tratando de que, finalmente, cada uno de esos pedazos encuentre su lugar. ■

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