“Mi tío, Adolfo Duncan, un soñador y el hombre del doblaje en la Argentina”
Con esta carta, simplemente, quiero homenajear a un hombre íntegro, desconocido para el gran público pero que es toda una historia de vida. El 15 de agosto de 2018, hace ya un año, fallecía el actor profesional Adolfo Duncan (Adolfo Gallatti, su nombre civil), para muchos, “el hombre del doblaje en la Argentina”. Este escrito será un elogio permanente a su figura porque la escribo yo, su sobrino, y con su hermano Humberto, mi padre. Pero fundamentalmente, intenta destacar una vida de lucha y honestidad en un medio muy hostil, que sea espejo para tantos jóvenes. No tuvo su nombre en carteles de primer plano, de primera figura. Quizás porque no estuvo en el momento adecuado. Sí, tuvo y cumplió su sueño de ser actor.
Apenas con el primario cumplido (como era común por aquellos tiempos), y sus 14 años a cuestas, “Coco” (como lo conocía toda la familia), asiduo oyente de la época de oro de la radiofonía argentina, en su humilde casita de la localidad de San Martín, escuchó el mensaje que le cambió la vida: “Se necesitan voces masculinas. Presentarse en Radio El Mundo”. Todavía recuerdo esta historia de lucha que allí comienza, contada después de muchos años, como si fuera hoy. “La fila de muchachos daba vuelta a la manzana, era interminable....”, dijo el tío. Hay que contarle a las nuevas generaciones que la radio, en ese momento (mediados de los 40), sin la invasión aún en nuestro país de la televisión, era el gran entretenimiento de la gente. Que se reunía en familia alrededor del aparato para disfrutar de sus programas favoritos. Que los actores, con sus voces refinadas y su excelente dicción, eran estrellas muy populares. Estar en “la Radio”, era como jugar en la Primera de Boca o River. Para sorpresa de todos (salvo de él mismo, que se tenía una fe inquebrantable), la persona que seleccionaba, al escuchar su voz muy ajena a su edad, lo apartó a un costado junto a otro postulante y les dijo por lo bajo a ambos: “Ustedes dos quedan”. A partir de allí, ese muchachito de buen porte, que aparentaba ser más grande que lo que cantaba el documento, inició el camino de sus sueños. Trabajó en teatro independiente en la compañía Domingo Garibotto (donde conoció a la mujer de su vida: Marilén Garibotto, también actriz) allá por los 60. Vivió la radiofonía nacional en su época de oro, aquella de Eduardo Rudy, Hilda Bernard, Jorge Salcedo (fue su contra figura varios años), Oscar Casco, Omar Aladio; con recordados éxitos como “El galleguito de la cara sucia”, “El León de Francia”, “Pido luz para mis ojos”, entre muchos otros. Después fue Radio Nacional la que lo recibió, y allí desarrolló y concretó importantes trabajos: “Nuestros hombres de Mar” y “La vida del Comandante Luis Piedrabuena” (luego obra teatral con la que recorrió la Patagonia). Pero la producción más destacada, por la calidad con que se emitía y las obras que desarrollaba, y que quedó en la memoria del público, fue “Las dos Carátulas”, programa que se mantuvo por casi una década en el éter. Su voz potente e inconfundible lo llevó también a tareas en doblaje (a la que se abocó en el tramo final de su carrera con gran suceso) y publicidad para TV, que alternó con sus trabajos en cine. Es la voz del famoso grito de Juan Moreira en la recordada película de Leonardo Fabio, entre muchas otras producciones en las que participó (algunas de las más destacadas: “Los Drogadictos” (1979) con Mercedes Carreras y Graciela Alfano; “Las turistas quieren guerra” (1977) con Jorge Porcel y Alberto Olmedo y “Gran Valor” (1980) con Juan C. Calabró. Fue la voz preferida de muchos directores de la época, como Enrique Carreras, Enrique Cahen Salaberry y el mencionado Fabio (en “Juan Moreira” llegó a hacer doce voces distintas). En su mejor momento, hasta llegaron a matar a su personaje de radionovela porque la joven voz estaba eclipsando a la de la figura central..., “cosas del medio”, me diría años después. Se casó joven y siempre estuvo al lado de su esposa Marilén, con quien tuvo a su único hijo, Hugo. Padre, abuelo y bisabuelo ejemplar, vivió trabajando para esa familia maravillosa que supo construir.
Mi padre Humberto me enseñó un camino de honestidad, trabajo y respeto a la familia y las personas mayores y sigo disfrutando de su compañía. Pero también lo fue el querido tío Coco. Porque me encantaba (y me encanta), que mis amigos me digan “ah... tu tío, el actor”. Y todavía recuerdo con fascinación mi cara y la de mi hermana viéndolo actuar arriba de las tablas en el teatro. Coco fue un laburante de las tablas. Hacía eso: se transformaba en el personaje que fuera y te hacía sentir adentro de la obra. Generoso como pocos, maestro sin título, pero lo más importante: querido y respetado en un medio donde los egos suelen ganarle al respeto.
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