Clarín

La Selección de básquet y el país que la emboca

- Héctor Gambini hgambini@clarin.com

En el país que la emboca viven apenas una docena de hombres. Trabajan juntos. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Todos lo hacen. Si las cosas no salen, es lo que acordaron entre todos. Si salen, es lo que acordaron entre todos. Así no hay reproches individual­es en la derrota y sí satisfacci­ón colectiva en la victoria. También hay azar, talento individual y estados de ánimo, pero por encima de todo eso hay un equipo, un plan, un acuerdo. Parece fácil.

En ese país las derrotas son una enseñanza y las victorias, otra. Enseñan cosas diferentes. En una se aprende a revisar, corregir, reperfilar, diríamos en el otro país, no el de los saltos bajo el tablero sino el de los sobresalto­s bajo las tablas de cotización del dólar.

En la enseñanza del triunfo se celebra lo justo y necesario. No se festeja poco sino breve. Mucha, tremenda alegría a borbotones, y luego calma. Como la espuma del champán. Si la derrota no es derrotismo, el triunfo no es triunfalis­mo. Parece fácil.

Meterse en la dimensión épica del deporte siempre es una tentación, pero lo distinto con esta Selección de básquet son los modos.

Y entonces Ginóbili no es una estatua que da consejos desde un altar ecuestre señalando al horizonte la dirección del Paraíso para que vayamos los demás, sino un pibe de Bahía Blanca que cruza el mundo para ir a abrazar a sus amigos que mañana juegan una final soñada.

Cuando se abraza con Luis Scola -39 años, tan tranquilo en

Son argentinos que tienen un plan y un acuerdo. No sabemos cómo, pero lo consiguier­on.

la euforia que parece recién levantado de la siesta- los mira en la tele un chico que después de clase se queda tirando al aro oxidado y sin red de un tablero despintado en cualquiera de esas canchas de baldosas flojas que aparecen por cualquier rincón de la Argentina.

Mientras nos preguntamo­s una y otra vez por qué el país que alumbra a ese manojo de deportista­s sensatos no consigue replicar su sencillo método de trabajo en equipo sin la tragedia de la estridenci­a permanente, aparece en la tele el director técnico, Sergio Hernández.

-Feliz Día Maestro-, lo saluda un periodista eufórico.

-No seamos irrespetuo­sos con los maestros, por el amor de Dios-, lo frena él. Sonríe con timidez verosímil.

Habla de la alegría: "Nosotros tenemos un país maravillos­o... un poquito enquilomba­do, eso sí... así que siempre que podamos tener una alegría bienvenida sea".

Una más, mientras pensamos que al fin un equipo argentino pone lo que hay que poner: "Acá con huevo solo te vas en la primera ronda. Este equipo -el mejor que dirigí en mi vida- es valiente, pero hay calidad y jugamos juntos".

Jugamos juntos, dice Hernández, y parece fácil. Por eso Campazzo es un Brad Pitt de frac blanco cuando mete un pase de lujo y ocho segundos después, cuando tiene que recuperar una pelota, es un rottweiler rabioso.

La arenga no es magia sino la que escuchamos toda la vida. Vamos entre todos, a ganar y a divertirno­s, pero vamos a tomarlo en serio y a respetar al adversario, que en definitiva quiere lo mismo que nosotros. Y pase lo que pase hoy, mañana seremos mejores. ¿No es esto lo que les decimos a los chicos cuando van al club, a la canchita, a la plaza, ahora mismo?

Estos basquetbol­istas son argentinos adultos que tienen un equipo, un plan y un acuerdo. No sabemos cómo, pero lo consiguier­on. Honrar un acuerdo es un honor.

Qué lindo vivir en un país honorable. ■

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