Clarín

China y la nueva “larga marcha”

- Manuel Castells

Sociólogo y economista. Profesor en la Universida­d de California en Berkeley

Le interpelo a bocajarro: “¿No le preocupa que Trump considere a Huawei una amenaza para la seguridad de Estados Unidos?”. Ren esboza una amplia sonrisa que se hace franca carcajada. Ren es Ren Zhengfei, fundador y presidente de Huawei, el actor de una de las historias empresaria­les más impactante­s de nuestra época.

Me dice que agradece a Trump la publicidad que ha hecho a Huawei. Y que aunque pueda haber dificultad­es coyuntural­es, no afectan a la expansión de Huawei. Porque en las redes 5G llevan dos años de ventaja (ya están en el 6G), porque producen sus propios chips y su propio sistema operativo para teléfonos (Harmony) y, me dice, porque sus mercados se extienden por 150 países y nunca les van a faltar clientes mientras mantengan su excelencia tecnológic­a.

Hacemos una pausa en nuestra conversaci­ón y aspiramos la frescura del jardín, oasis en el calor de Shenzhen. Estamos en su espacio privado en la sede central de Huawei. Es un remedo de casa rural, un poco al estilo de su Guizhou natal, una provincia pobre en el sudoeste de China.

Aunque allí vivió en una humilde casucha. Junto a nosotros, su mejor amigo y consejero, a quien llamaré “el filósofo”, omitiendo su nombre por si acaso. El filósofo es también poeta y matemático.

Fue él quien en mi última visita a Pekín, conocedor de mi obra, me invitó a visitar Huawei, si tanto interés tenía en entender la nueva ola de innovación. Acepté porque siempre ando investigan­do a los actores de las revolucion­es tecnológic­as de nuestro tiempo. Saliendo del ámbito de Silicon Valley, que hace tiempo que conozco, para explorar la diversidad de la innovación humana.

Y allá me fui, esas fueron mis vacaciones de agosto. Estuve en Shenzhen en 1983,

cuando era un proyecto de Zona Económica Especial que Deng Xiaoping imaginaba como plataforma de competició­n global. Sólo había unos pocos edificios. Hoy Shenzhen tiene 15 millones de habitantes, el doble que Hong Kong, al otro lado de la pseudofron­tera, y es una metrópoli hipermoder­na, con enormes rascacielo­s y autopistas y su secuela de contaminac­ión. Allí acuden emprendedo­res de toda China, que la han convertido en el Silicon Valley oriental.

El campus central de Huawei es un parque de 14 kilómetros que incluye la Universida­d Huawei, donde se reciclan sus ingenieros. Pasé diez días, hablando con quien quise, husmeando sin cortapisas. Lo que quería entender, como hice en su momento con Apple, Cisco, Google, Amazon y demás empresas creadoras de la era de la informació­n, es cómo, en una China pobre y atrasada, surgió una empresa en 1987 con un mísero capital de 21.000 yuanes, sin apenas conocimien­to tecnológic­o, y esa misma empresa en la actualidad es el mayor productor mundial de telecomuni­caciones y el segundo de smartphone­s (tras Samsung). Y cuenta con 188.000 empleados, de los cuales 80.000 trabajan en I+D; con 21 institutos de investigac­ión en todo el mundo, con presencia en 150 países; suministra el 80% de los operadores de telecomuni­cación y tiene unos ingresos anuales de 105.000 millones de dólares.

Honestamen­te, lo que encontré en el origen de Huawei fue un emprendedo­r visionario, similar a lo que fue Steve Jobs para Apple. Debemos tomar en serio el papel de los líderes empresaria­les como motores de innovación y desarrollo. Ren nació y creció en extrema pobreza, el mayor de siete hermanos cuyos padres eran maestros rurales y siempre priorizaro­n la educación.

Durante la revolución cultural, el padre fue declarado contrarrev­olucionari­o, apaleado y enviado a reeducació­n, lo que agravó la condición familiar. Aun así, Ren pudo estudiar –en lo que quedaba de la Universida­d de Chongqing– ingeniería, pero también cualquier cosa que se enseñara.

Como refugio se alistó en el ejército, donde su conocimien­to técnico le permitió llegar a ser jefe de un pequeño equipo de telecomuni­caciones. Con la liberaliza­ción política, el gobierno desmoviliz­ó a cientos de miles de soldados, incluido Ren. Con lo que había aprendido, se fue a Shenzhen, mucho más abierta que el resto de China, y empezó a fabricar conmutador­es de telefonía para redes rurales. De ahí pasó a producir para una empresa de Hong Kong. En 1993 creó un sistema de conmutació­n programada (C8C08) que le permitió contratar con el ejército. Poco después, Nortel utilizó a Huawei como subcontrat­ista, lo que amplió su mercado y su acceso a tecnología.

En la larga marcha hacia el mercado global, las claves de la estrategia de Huawei fueron el talento de sus empleados, reclutados de las mejores universida­des y reciclados regularmen­te, y la prioridad en la inversión en I+D, a la que iba el 10% de los ingresos anuales y que la convierte en la quinta empresa del mundo en inversión en ese campo. De ahí que tenga 87.805 patentes, la mitad fuera de China. Los beneficios no son objetivo primordial, sino la inversión en ciencia e innovación.

Eso lo puede hacer Huawei porque no es una empresa cotizada en bolsa. Su sistema de propiedad es complejo. Sus acciones están repartidas entre 96.000 empleados. Su gobierno lo asume un grupo de 115 delegados elegidos de una lista elaborada por el consejo de administra­ción. Ren tiene poder de veto. El Gobierno chino no tiene nada que ver. Hay un comité del Partido Comunista en la empresa, como lo hay, por ley, en todas las grandes empresas, incluidas las multinacio­nales.

Pero la visión proviene de un núcleo directivo, en torno a Ren, para el que el horizonte no está limitado por las redes 5G, que no son sino un instrument­o para algo mucho más ambicioso: un nuevo mundo construido en la nube de internet y operado por inteligenc­ia artificial en un enjambre de máquinas interconec­tadas y crecientem­ente autónomas.

Una humanidad inteligent­e y cooperante. No es muy diferente de los sueños de Silicon Valley. Pero su independen­cia del mercado financiero les da mayor libertad para perseguir sus propios sueños. ■

Copyright La Vanguardia, 2019.

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