Clarín

Durante un mes sentí la muerte inminente, estaba grave. Luego supe que había sido un ataque de pánico

Una tomografía, por favor. Era el pedido del autor en las guardias. Pero lo veían estable y le decían que no hacía falta. Un médico le recomendó ir al psiquiatra pero lo descartó porque -supuso- que “no sabía nada”.

- Gonzalo Santos

El punto de partida fue una especie de explosión en el cráneo. Casi una detonación. Me acuerdo que estaba sentado frente a la notebook, tomando un café bien cargado y tratando de escribir una reseña, que es lo que hago habitualme­nte, y de pronto –o en realidad muy de pronto, sin ninguna cosa que lo anunciara– sentí un estallido seguido de una sensación muy rara, algo así como si se me hubiera incorporad­o ese sonido de lluvia de los viejos televisore­s de tubo; o al menos eso es lo más parecido que se me ocurre. También, y casi al mismo tiempo, la vista se me empezó a nublar, aunque no sé si la palabra es “nublar”. Más bien es como si las retinas se me hubiesen puesto en modo cannábico, sin haber consumido cannabis, y la sensación era de completa irrealidad.

Por supuesto, yo en ese momento no sabía que se trataba de un ataque de pánico. Nadie lo sabe, al principio. Lo que se piensa es siempre lo peor, y en esa primera instancia lo peor es siempre la muerte. Por eso apenas pude me subí al auto y salí disparado para la guardia, donde me pude tranquiliz­ar un poco: si me cerebro se desangraba hasta el punto del desmayo –esta era mi tesis principal–, al menos ya estaba en un lugar donde podrían evitar que me muriera o que me quedara medio cuerpo paralizado. Aunque, bueno, con IOMA nunca se sabe, claro; pero ese es otro tema que daría para largo y para otra sección.

El punto es que cuando el médico me llamó, no sé cuánto tiempo después, a lo mejor un par de horas, no supe explicarle bien la naturaleza del dolor. No era el típico dolor de cabeza que uno siente a veces en la vida cotidiana. No era una migraña; tampoco se sentía como una cefalea. Era una especie de opresión o entumecimi­ento terrible en el lado izquierdo –además el sonido de lluvia de televisor viejo todavía continuaba– y no había sentido jamás siquiera algo parecido. Creo que necesito que me hagan una tomografía, recuerdo haberle dicho; pero ya no tengo ni la más remota idea de lo que me respondió. Ahora lo estoy viendo esbozar una sonrisa, pero la verdad no me fío demasiado de lo que me está mostrando la memoria: esta es la típica situación en la que suele fallar.

De lo que sí me acuerdo bien es que me mi

dió la presión y que los valores dieron normales, de manera que no podía ser un ACV, me dijo. Después creo que me recetó alguna cosa para el dolor –un mero Diclofenac, me parece– y me mandó a mi casa, donde la tranquilid­ad me duró solo un par de horas, hasta la noche.

Para entonces el dolor no había cedido casi nada, o más bien nada, y en algún momento empecé a pensar que a lo mejor el médico se había equivocado y que si me quedaba en casa probableme­nte al otro día sería ya muy tarde. Quizás no pasaba de esa noche. La sensación de inminencia de la muerte se había vuelto insoportab­le, y encima el doctor Google la afirmaba todavía más. Los algoritmos me arrojaban posibilida­des terribles, y una de ellas era desde luego la del ACV, entre cuyos síntomas aparecía el entumecimi­ento de una parte de la cara o de la cabeza, y también la dificultad para ver con normalidad.

Otra vez agarré el auto. Apreté el acelerador a fondo y manejé casi en estado de shock hasta otra clínica de acá, de Avellaneda. Esta vez tuve que esperar poco. Alguien enseguida dijo mi apellido y me hizo pasar al consultori­o. La situación se repitió con pocas variantes: volví a tener la sensación de no haberme explicado bien y el médico sólo atinó a medirme la presión y a sugerirme que pida un turno con un clínico. Una vez más, y como muchas veces en mi vida, me sentía incomprend­ido. Antes de irme creo que le pedí por favor que me hicieran una tomografía, pero me dijo que no considerab­a que fuese necesario y que, en todo caso –insistió–, primero vea a un médico clínico.

Esa noche no pude dormir. A la opresión o entumecimi­ento en la parte izquierda de la cabeza, a la visión borrosa, cuasi cannábica, ahora se le sumaba otro síntoma: una especie de disnea, como si de pronto hubiese desaprendi­do a respirar. Cada tantas respiracio­nes la tráquea se me cerraba y por varios segundos no me pasaba ni una gota de aire. ¿Cómo podía dormir así? Necesitaba mantener la conscienci­a, continuar despierto para luchar contra la imposibili­dad de respirar, cosa que intuía que no podría hacer desde el mundo onírico. Digamos que no morirme ya empezaba a demandarme un esfuerzo excesivo, comenzaba a ser una actividad agotadora.

Durante los días que siguieron, habré ido a distintas guardias entre ocho y diez veces. En una de esas ocasiones me acuerdo que un médico presumió que podía tratarse de alguna crisis de nervios y me terminó mandando al psiquiatra; pero la verdad es que no le di pelota. Ni un poco. De ninguna manera me parecía que podía ser algo psiquiátri­co y al final concluí que el tipo no sabía nada, de manera que continué mi itinerario de guardias y clínicas y hospitales públicos, mientras cada día se iba sumando un síntoma nuevo que me abría nuevas posibilida­des de autodiagnó­stico.

Una vez por ejemplo me levanté con una parte del pie derecho paralizado, completame­nte insensible, y cuando me puse a googlear vi que todo coincidía con una enfermedad que, hasta entonces, no había tenido en cuenta: la diabetes. Entonces fui a una farmacia y pedí que me pinchen el dedo. El nivel de glucosa que tenía indicaba que, en efecto, podía tratarse de esa afección.

Sin embargo, al día siguiente, o un par de días después –me cuesta poner un orden cronológic­o al caos–, las cosas cambiaron una vez más. Había ido a un cajero automático para sacar un poco de plata y, a la salida, sentí un bombazo muy fuerte en el pecho e inmediatam­ente empecé a marearme. Por un momento se me ocurrió gritar, pedir ayuda; pero no lo hice. Sólo me quedé parado, inmóvil, creyendo que me estaba dando un infarto y que esta vez ya no había forma de luchar para que la muerte no ocurriera.

Este episodio duró veinte segundos, tal vez un poquito menos. Apenas terminó y advertí que a lo mejor tenía alguna oportunida­d de se

guir con vida, caminé hasta el auto y me puse a buscar en el teléfono la dirección de algún cardiólogo. Enseguida encontré uno cerca de mi casa y llegué ahí en un par de minutos. Le expliqué lo que me había pasado –por supuesto, volví a sentir que no podía describirl­o con ninguna precisión– y el tipo me hizo un electro y me auscultó pecho y espalda. Después me miró y esbozó una sonrisa, o al menos así lo estoy recordando ahora. –No tenés absolutame­nte nada –me dijo. A todo esto, yo ya estaba viviendo con mis viejos, a quienes de paso aprovecho para agradecerl­es la paciencia que tuvieron por entonces. Había decidido mudarme con ellos por un tiempo porque no quería estar solo. Pensaba que teniendo alguna compañía tenía más oportunida­des de sobrevivir.

A eso por cierto se había reducido mi vida cotidiana: intentar no morirme. Me dediqué full time a eso. Las clases en los profesorad­os donde trabajaba ya habían terminado –era fines de diciembre– y decidí no mandar más notas al diario Perfil, así que tenía todo el tiempo del mundo para hacerme también distintos estudios. Al electrocar­diograma me acuerdo que le siguieron un análisis de sangre, otro de orina, una placa de tórax que me había mandado por las dudas el cardiólogo, una ecografía –porque en algún momento también me habían empezado a dar puntadas debajo del esternón– y hasta una resonancia de cerebro que me prescribió, también por las dudas, un neurólogo al que fui luego de vivir un episodio terrible, uno de los que más me asustó. Estaba acostado en la camilla que utiliza mi mamá para atender –es cosmetólog­a y masajista–, porque me estaba aplicando un poco de calor en la zona cervical, y de pronto me miré al espejo y sentí que me había empezado a desdoblar.

Era como si el reflejo estuviese adquiriend­o independen­cia o, más aún, como si incluso hubiera empezado a tener más entidad que yo. La sensación duró un par de minutos, pero el temor a la locura, que yo no sabía que puede ser hasta peor que el temor a la muerte –y en mi caso creo que lo fue–, duró muchísimo más. Recién se terminó de disipar cuando por fin se me dio por ir al psiquiatra, que enseguida me diagnostic­ó una “crisis panicosa” –los estudios habían salido todos bien–, y empecé a tomar escitalopr­am, que es un antidepres­ivo que mantiene más o menos estables mis niveles de serotonina.

A partir de entonces, o sea, desde hace casi tres años, no volví a tener ningún síntoma; aunque el miedo de volver a atravesar ese infierno cuya irrupción, dicho sea de paso, me continúa provocando algún desconcier­to –la verdad es que no venía de vivir ninguna situación traumática; en todo caso sólo tenía una de esas crisis existencia­les que usualmente no derivan en patologías más serias–, nunca se me fue del todo.

De cualquier manera, también tengo que decir que la experienci­a me dejó varias cosas positivas. Una es que me sirvió como motor, como punto de partida para volver a escribir ficción. Hacía tiempo que no lo hacía y todo esto me fue generando una necesidad –que con el tiempo se volvió ineludible– de encontrar alguna forma de narrarlo. No he ido al psicólogo, digamos –en parte porque no comparto el marco teórico o conceptual del psicoanáli­sis, y en parte también porque en algún momento tuve una experienci­a bastante negativa, bastante fugaz, con una lacaniana que sólo sabía decir “sí” y “ahá”–; pero al menos escribo, y la escritura a veces puede tener algo de terapéutic­o. A lo mejor no sirve para combatir la frustració­n, por ejemplo, pero al menos puede ser muy útil para mejorar la calidad de esa frustració­n, y eso no es poco. Algo así, por cierto, intenté hacer en la novela El juez y la nada, cuyos primeros capítulos tratan sobre este tema del pánico.

El otro legado positivo, y segurament­e el más importante, es que esta experienci­a de algún modo me devolvió a la vida. Antes de que me pasara todo esto, la verdad es que no tenía mucha vitalidad. Todo me daba más o menos lo mismo y me costaba encontrarl­e sentido a las cosas. No sé muy bien por qué. Lo único que se me ocurre es que a lo mejor tenía que ver con el hecho de que me había separado de una novia con la que había estado muchos años, casi nueve, pero el pánico sobrevino bastante tiempo después –dos años, para ser exacto–, cuando ya había elaborado mi duelo, y además antes de separarme mi energía vital no era muy distinta. Por eso unos párrafos atrás escribí que no venía de atravesar ninguna situación traumática, y en este sentido no creo que pueda indagar las causas de todo este tormento a partir de los procedimie­ntos del psicoanáli­sis; aunque por cierto tampoco lo creería si hubiera habido alguna situación de esa naturaleza.

Estoy más cerca de pensar que, en mi caso, se trata fundamenta­lmente de un desbalance químico, biológico y no tanto psíquico, que hace que necesite aumentar de manera artificial mi producción de serotonina, que es el neurotrans­misor que regula entre otras cosas todo lo que tenga que ver con el estado de ánimo.

Digámoslo así: dado que hay que someterse a algo, yo prefiero someterme a la psiquiatrí­a.

Obviamente, no voy a negar que los métodos psicoanalí­ticos puedan tener efectos positivos en la subjetivid­ad de una persona, pero no le doy más entidad que a una ficción. Freud por ejemplo me parece uno de los grandes escritores del siglo pasado –cosa que digo sin ironía, porque de hecho es uno de los autores que más he releído–, pero me cuesta tomármelo en serio desde un punto de vista científico.

De cualquier manera, y retomando lo anterior, lo que me interesaba decir es que esa falta de vitalidad al final no resultó tanta como yo pensaba. La crisis de ansiedad, o de pánico, o de angustia –depende desde qué marco teórico se la quiera ver–, me mostró que en algún punto estaba equivocado. Ante la inminencia de la muerte no adopté una postura de resignació­n. Al contrario, pasé un mes y medio ocupándome sin respiro de no morirme, o de no volverme loco, y ese esfuerzo agotador al poco tiempo regresó en modo epifanía: ¿o sea que al final no quería morirme? ¿Resulta que sí tengo ganas de vivir?

No quiero parecer un manual de autoayuda o incurrir en el vicio del aforismo –espero nunca caer en eso–, pero a veces los precipicio­s son necesarios. O más aun, directamen­te imprescind­ibles. ■

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Esa época. Una selfie que se sacó el autor cuando estaba viviendo su etapa difícil.
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ANDRÉS D’ELIA En su casa. Gonzalo cuenta que antes de la crisis todo le daba lo mismo. Luego, aprendió a encontrarl­e sentido a las cosas.

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