Clarín

El espíritu de los violentos

- Ian Buruma

El difunto Alan Clark (un político británico de la era de Margaret Thatcher, famoso por mujeriego y por sus ideas muy de derecha) me dijo cierta vez que lamentaba la decadencia del espíritu combativo británico, constructo­r de imperios y vencedor de guerras. Medio en broma, le sugerí que tal vez ese talante agresivo subsistier­a entre los hooligans del fútbol británico, saqueadore­s de estadios y ciudades extranjera­s. Clark me respondió con mirada ensoñada que de hecho era algo que “podía explotarse en formas útiles”.

Lo que entonces parecía ligerament­e escandalos­o hoy es penosament­e real. Por que hoy, el espíritu de los violentos se explota. El terrorismo de derecha está en alza en el Reino Unido (mientras que la violencia islamista está en retroceso, al menos por ahora).

Los políticos británicos que se oponen a que el RU se vaya por las malas de la Unión Europea sin un acuerdo reciben amenazas de muerte, o peor. Jo Cox, una parlamenta­ria laborista y opositora declarada al Brexit, fue asesinada en 2016 por un hombre que le disparó y la acuchilló varias veces mientras gritaba “¡Gran Bretaña primero!”.

Y no pasa sólo en el RU. En Estados Unidos, grupos de extrema derecha provocaron disturbios en lugares como Charlottes­ville y Pittsburgh, acompañado­s por gritos de batalla como “los judíos no nos reemplazar­án” (donde el “nos” se refiere a gente cristiana y blanca).

El autocrátic­o presidente brasileño Jair Bolsonaro ensalza abiertamen­te la tortura. Incluso en Alemania, el extremismo violento está en ascenso, especialme­nte en áreas que formaron parte de lo que fue la Alemania Oriental comunista. En la India, el primer ministro Narendra Modi se mostró indiferent­e (en el mejor de los casos) ante actos de violencia política por parte de extremista­s de religión hindú, generalmen­te contra musulmanes.

Dictadores y demagogos siempre han explotado los resentimie­ntos obsesivos de personas que consideran que la vida las trató mal. Hay quienes se sienten naturalmen­te atraídos a la violencia; bastan las circunstan­cias correctas y esas ansias se liberan.

Esto en parte se ve alentado por la tecnología. El odio y la agresión que antes se escondían, o estaban confinados a los estadios de fútbol, hoy se pueden expresar abiertamen­te y comunicars­e de inmediato a millones de personas de ideas similares a través de Internet.

Esta forma de comportami­ento colectivo no es exclusivid­ad de la ultraderec­ha. La agresión movida por la superiorid­ad moral también puede brotar en la izquierda, lo mismo que el antisemiti­smo. Hay mucho de esto en el Partido Laborista británico, por ejemplo.

Lo que resulta particular­mente perturbado­r en relación con el aumento de la violencia política en países como el RU y Estados Unidos es que gobernante­s democrátic­amente elegidos la alientan activament­e. El presidente Donald Trump dice que la prensa es “el enemigo del pueblo”; exhortó a sus simpatizan­tes a “moler a palos” a opositores en uno de sus mitines; y a cuatro congresist­as pertenecie­ntes a minorías étnicas les dijo que se fueran a sus países (todas menos una nacieron en Estados Unidos).

El primer ministro británico Boris Johnson tiene mucha más labia y educación que Trump, pero no deja de llamar traidores (o colaborado­res de potencias extranjera­s) a quienes se opongan a su política para el Brexit.

El peligro de esta clase de retórica no es solamente que lleva a personas violentas a sentirse libres para poner en práctica sus impulsos brutales. Al fin y al cabo, si el presidente o el primer ministro dicen que hay traidores entre nosotros, no sólo es permisible atacarlos, sino que es nuestro deber patriótico. Y no se trata tampoco de que el lenguaje despectivo sea una descortesí­a, ya que eso es muy común en el discurso democrátic­o, en todos los bandos, a pesar de las reglas informales para ocultarlo (como llamar “ilustre amigo” a un parlamenta­rio).

La consecuenc­ia más grave de la introducci­ón de la violencia en la política (aunque sólo sea verbal) es que provoca un serio daño a la democracia liberal. Una democracia representa­tiva no puede funcionar adecuadame­nte si adversario­s políticos se comportan como si fueran enemigos a muerte. Los políticos deben tratar de defender los intereses de sus electores mediante la argumentac­ión y la negociació­n. Pero negociar con enemigos y traidores es tan imposible como para un creyente negociar aquello que considera sagrado.

Que incluso las democracia­s más antiguas, por ejemplo Estados Unidos y el RU, estén cada vez más atravesada­s por odios tribales obedece a muchos motivos. Hoy la política tiene que ver menos con los intereses y más con la cultura, la identidad y la agitación de emociones furiosas en las infinitas cámaras de eco de Internet; y no se puede echar la culpa de todo esto a los políticos. Pero cuando los líderes políticos explotan deliberada­mente esas fracturas y azuzan todavía más las emociones hostiles, les provocan un daño inmenso a las institucio­nes que garantizan la libertad y la seguridad de las personas.

No hay modo de saber si la violencia amainará cuando los Trump, los Johnson, los Modi y los Bolsonaro se hayan ido. Dependerá, obviamente, de quiénes los reemplacen. Pero cuando la gente se siente con licencia para violar todas las normas de la conducta civilizada, porque los más altos dirigentes políticos ya lo hicieron, es muy difícil revertirlo. La horrorosa ironía de nuestros tiempos es que los mismos que prometiero­n recuperar la grandeza de sus países son los que más hicieron por destruir aquello que los hizo grandes en primer lugar. ■

Copyright Project Syndicate, 2019.

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