Clarín

Rómulo Macció La mirada en Nueva York

Una muestra en la Fundación Fortabat exhibe las pinturas que retratan los ‘90 en esa ciudad.

- Especial para Clarín Julia Villaro

Aquellas luces de neón son ahora manchones blancos sobre la tela. Así trabajaba el artista Rómulo Macció (1931-2016), uno de los pintores argentinos más importante­s de la segunda mitad del siglo XX. Volver trazo era para él la forma de asir el trajín de una ciudad evanescent­e, que se escurría de las manos a velocidad del mercado (y de la música y de los grafitis y de los subterráne­os): la Nueva York de fines de los años 80 y fines de los 90. Durante dos breves períodos entre esas fechas vivió en la Gran Manzana, él mismo un ciudadano del mundo. De su incesante mirada, pero sobre todo de aquella irresistib­le pulsión de volverla materia, surgió la treintena de obras que desde hoy pueden verse en el primer piso de la Colección Fortabat , bajo el nombre Rómulo Macció. Crónicas de Nueva York.

Desplegada por el territorio de la vasta sala sobre el río y curada por Florencia Battiti, la muestra se instala en la actualidad del circuito artístico con cierto aire de justicia poética. Macció fue integrante durante los “dorados” años 60 de una de las vanguardia­s más significat­ivas de Buenos Aires. Hablamos de la Nueva Figuración, que Rómulo encarnó junto a Ernesto Deira, Jorge de la Vega y Luis Felipe Noé, entre 1961 y 1965. Mientras espera una nueva retrospect­iva, su obra necesita de espacios como los de esta muestra, en los que su pintura –gestual, desmesurad­a y al mismo tiempo atenta a los pequeños detalles– se recorte contra el fondo de los otros nombres, con toda la potencia que lo distingue.

Singular paisajista de las urbes, Macció se definía como un hombre de ciudad que interpreta­ba –en pintura– lo que veía. Por esos mismos años en que retrataba Manhattan realizaba una serie de pinturas sobre Buenos Aires, concretame­nte sobre el barrio de La Boca.

Unos pequeños juguetes en la vidriera de un local en Little Italy, un hombre absorto en la lectura en medio del hoy desapareci­do World Trade Center, las figuras de unos trasnochad­os “santas”, que una vez terminado su turno en los centros comerciale­s (y antes de quitarse de encima el traje rojo y la barba para volver a casa) se toman una cerveza en el congelado cordón de la vereda. La Nueva York de Macció es una ciudad solitaria, en la que la nostalgia se cuela por los rincones más inesperado­s. Un par de líneas le bastan para sugerir dos árboles raquíticos a punto de ser tragados por la nieve que azota las calles más coquetas de Manhattan. Algo emparenta estas instantáne­as de la soledad con las pinturas de Edward Hopper, en las que también Alfred Hitchcock encontraba inspiració­n para los cuadros de sus películas.

“A pesar de las innumerabl­es imágenes de Nueva York que se agolpan en nuestra memoria –escribe Battiti– esta serie logra resignific­arlas a todas; en realidad, Macció las utiliza consciente­mente algunas veces, inconscien­temente otras, las deglute, las fagocita para volverlas frescas –recreadas– en sus propias obras. Porque en estas pinturas no solo sobrevuela­n las paradojas de una ciudad tan desigual como seductora, sino que se encuentra cifrada buena parte de la historia del arte”.

Como suele suceder en estos casos, muchas de las imágenes que ahora son puro óleo y acrílico han sido fotografía­s primero. Casi podemos ver al artista entrecerra­ndo los ojos frente a una vidriera, adivinando el modo plástico que tomarán esas letras de los escaparate­s, o las frondosas cejas de moda de una muchacha en un bar, o las cientos de ventanitas que trepan por los rascacielo­s, una vez plasmados con un gesto sobre la tela. “En pintura, la pintura es lo más importante”, recuerda Battiti que decía Macció. Y eso queda en evidencia en esta selección de obras.

Rómulo oscila entre una pincelada cargada de materia y los grandes plenos de gris pavimento que, como en todas las grandes ciudades, amenazan con tragarse todo el horizonte. Afín a la vitalidad de su paleta, el amarillo rabioso de los taxis le sirve para cortar con la monocromía de calles y edificios de cemento; y el reflejo en las vidrieras, para volver plana cualquier profundida­d de campo. Mientras anuncios y personas se funden en una sola superficie, los espejos que cubren enterament­e los rascacielo­s posmoderno­s, tan caracterís­ticos de la arquitectu­ra neoyorkina del fin de siglo, habilitan al artista a disolver las formas en ondulacion­es azules y rojas, que suben y bajan chorreando por la tela.

En una obra de 1992, plano azul y cenital que Macció pinta desde la cima del Empire State, la ciudad se vuelve diminutos fulgores amarillos, blancos, y verdes, concentrad­os en robarle centímetro­s al azul nocturno de la tela. Aquí las calles son corredores, y el amarillo un fogonazo. Y en cada uno de los cuadradito­s rutilantes que hacen de ventanas, asoma la posibilida­d de más historias, condensada­s en imágenes. Hijo del Macció de los 60, el de los 90 sigue apostando, con mayor o menor drama, a dar cuenta en sus pinturas de la vida de los humanos, y del extrañado ecosistema que han creado, que de a ratos los cobija, y de a ratos los expulsa.

Más o menos sombrías, las pinturas que conforman esta crónica visual tienen aquello que hace único el relato de cualquier cronista viajero. Una mirada dispuesta a detenerse el tiempo necesario hasta absorber despacio (y degustando) aquello que la realidad arroja con urgencia a nuestra cara. De ahí la sensualida­d con que el artista convierte un cúmulo de paraguas, arrasados por la tormenta, en pequeños toques de colores vibrantes sobre una explanada blanca; o la basura que se acumula en una esquina olvidada – con los afiches arrancados de las paredes y las decenas de papelitos blancos agolpados contra el cordón de la vereda– en plumitas luminosas suspendién­dose en la tela.

Después de todo, pintamos y viajamos por causas similares; para redimir la mirada de la realidad más ordinaria. Queda claro que Macció lo sabía, y tal vez por eso dedicó su vida a la práctica de ambas artes. ■

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 ?? G. S. PINILLA ?? Bowery. Una calle solitaria en el acrílico sobre tela que el artista argentino realizó en 1989.
G. S. PINILLA Bowery. Una calle solitaria en el acrílico sobre tela que el artista argentino realizó en 1989.
 ?? G. S. PINILLA ?? Santa Claus. El final de una jornada de diciembre en “Papá Noel de la Quinta Avenida al Bowery”.
G. S. PINILLA Santa Claus. El final de una jornada de diciembre en “Papá Noel de la Quinta Avenida al Bowery”.

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