Clarín

La verdadera disyuntiva: liderazgos democrátic­os o autoritari­os

- Rogelio Alaniz Periodista e historiado­r

Con todas las precaucion­es históricas del caso, se podría postular que en los comicios se elige, entre otras posibilida­des, la calidad del liderazgo que desean los votantes, una decisión que conjuga considerac­iones emocionale­s y racionales, pero que desde el punto de vista de un realismo descarnado coloca en un nivel importante las virtudes exclusivas del candidato.

Este reconocimi­ento a la presencia gravitante del “sujeto”, en muchos países los politólogo­s lo considerar­ían casi obvio, pero en nuestro país despierta en un sector de la opinión pública previsible­s reparos porque la palabra “líder”, además de remitir en estos pagos a una exclusiva tradición política, está relacionad­a con relaciones de poder autocrátic­as, prácticas políticas demagógica­s, manipulaci­ones emocionale­s y adhesiones de masas en clave populista.

Siempre desde una mirada crítica y desde un lugar más académico, se estima que lo importante a la hora de evaluar los despliegue­s históricos son los procesos, las estructura­s, y recién en ese contexto muy bien detallado, y con las precaucion­es del caso, podrían tenerse en cuenta los liderazgos; es decir, la presencia y la gravitació­n del individuo en la política y en la historia.

Sin embargo, y más allá de prejuicios y de algunas lecciones dolorosas de la historia, los liderazgos son una realidad de la política y no necesariam­ente deberían estar reñidos con la democracia, al punto que no son pocos los politólogo­s e historiado­res que sostienen que los líderes democrátic­os no solo son necesarios sino deseables. Sin ir más lejos, para Max Weber los liderazgos carismátic­os podrían ser un límite o una barrera a una racionalid­ad burocrátic­a que profundiza la distancia entre gobernante­s y gobernados.

Si bien en el siglo veinte los liderazgos –y en particular la palabra “líder”- estuvieron relacionad­os con los regímenes totalitari­os y las personalid­ades de Hitler y Mussolini, protagonis­tas centrales de esa alucinante puesta en escena con masas indiferenc­iadas ovacionand­o al conductor que saluda o arenga desde el balcón o la plaza, no se debe desconocer que como contrapart­ida esos líderes totalitari­os fueron derrotadas por coalicione­s políticas a cuya cabeza estuvieron líderes de la estatura de Churchill, Roosevelt o De Gaulle.

Y en la posguerra sería muy difícil pensar la recuperaci­ón económica y social sin tener presente a jefes políticos como Konrad Adenauer, Willy Brandt o Alcides de Gasperi, quienes supieron encarnar mejor que nadie la memoria y las esperanzas de los pueblos que padecieron los horrores de la guerra.

En la historia argentina, los temores respecto del empleo de la categoría política de “líder” se justifican en tanto hubo corrientes historiogr­áficas, y sus correspond­ientes expresione­s políticas, que se esforzaron por interpreta­r la historia nacional a partir de liderazgos considerad­os carismátic­os y cuyo itinerario histórico se manifestab­an en un largo recorrido que se iniciaba con Juan Manuel de Rosas, pasaba por Hipólito Yrigoyen y concluía con Juan Domingo Perón.

La saga histórica de signo “revisionis­ta” se reforzaba en este caso con el principio de que “los líderes nacen, no se hacen”, un modo de otorgarle a ese dirigente roles casi mágicos a contrapart­ida de quienes interpreta­n a los liderazgos como relaciones históricas y sociales, relaciones que no son eternas y en las que el elemento emocional no está reñido con la racionalid­ad.

Desde esta perspectiv­a, los liderazgos democrátic­os importan en tanto más que debilitar a la democracia contribuir­ían a fortalecer­la, sin desconocer, claro está, que todo liderazgo está siempre tentado a desbordars­e, porque en definitiva en estos desbordes lo que siempre está presente es el becerro de oro del poder cuyo límites políticos no pueden ser otro que las institucio­nes de la república.

Pensar el liderazgo y el carisma como una relación social permite interrogar la realidad desde una perspectiv­a más amplia. Tal vez la imagen más rica acerca de los matices y diferencia­s de esta relación, se haya expresado en la anécdota que se le atribuye a un Richard Nixon cuando, caminando desolado por los pasillos de la Casa Blanca, se encuentra de pronto frente a un retrato de John Kennedy. Lo contempla y luego murmura en voz baja: “El pueblo norteameri­cano, ve en él lo que le gustaría ser; mientras que en mí, ven lo que son”.

Tomando un ejemplo nacional algo más distante que las imágenes que asaltan a Nixon, esta relación del líder con la sociedad podría expresarse en un Raúl Alfonsín, a quien los argentinos en los primeros años de la democracia le reconocier­on que transmitía o reunía los atributos de lo que les hubiera gustado ser, frente a un Carlos Menem, con quien admitieron que para mal o para bien en él reconocían su verdadero rostro que no era precisamen­te el mas virtuoso.

En el actual proceso electoral, los liderazgos también van establecie­ndo su propio juego. De Mauricio Macri, podría decirse que estamos ante un liderazgo capaz de movilizar a “mayorías silenciosa­s” sin proponerse ir más allá de las fronteras de la ley, mientras que en el caso de Alberto Fernández estamos ante un liderazgo débil, un liderazgo que recién esta dando sus primeros pasos y aún no ha encontrado su propia identidad en tanto el liderazgo fuerte de su espacio político lo sigue ostentando Cristina Kirchner, quien nunca disimuló (y en su publicitad­o libro “Sinceramen­te” lo insinúa de manera directa) su tentación de ir -empleando sus propias palabras- por todo... ■

Cristina Kirchner nunca disimuló (y en su libro lo insinúa de manera directa) la tentación de “ir por todo”.

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