El entrañable recuerdo de la huerta que cultivaba su papá
No es necesario vivir en el campo para tener una huerta. Pero sí ayuda vivir en los suburbios. Hace muchos años yo vivía a 17 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires y tuve esa hermosa experiencia. En mi hogar no sobraba el dinero. Mi padre era el único laburante. Nunca pasamos hambre y en parte fue porque mi papá pidió prestado un terreno baldío en el cual cultivaba de todo: cebolla, ají, lechuga, acelga, tomate. También sembraba zanahorias a las que yo, con 6 años, sacaba de la tierra para comer la raíz y luego volvía a poner las hojas prolijamente en el hueco como si no hubiera pasado nada. Pero un día mi padre se enojó conmigo por que advirtió que era la única que andaba siempre en la huerta. También cosechábamos la radicheta rendidora, la cortabamos y volvía a crecer. Quizás por esa razón amo el campo. Además teníamos conejos, gallinas y varios árboles frutales con una enorme higuera. Mi papá repartía sus higos por todo el vecindario. Ahora esa zona es residencial y no se permite tener gallinero, solo si tenés una lonja de terreno propio podés cultivar algunas hortalizas. En la actualidad hay que vivir más alejados para lograr esa satisfacción de poder cultivar tu propia verdura, pero la gente de ha vuelto cómoda. Recuerdo en un viaje a Salta a una mujer que me contó que era la única en su vecindario que tenía una huerta, que había comenzado a sembrar hacia unos años y que en ese momentos se dedicaba a vender lo que le sobraba, que era mucho. Se había dedicado siempre a limpiar casas y ahora tenía su propio emprendimiento con las verduras de su huerta. Me dijo que era muy sacrificado porque era una zona muy seca, pero ella con paciencia había logrado vencer el inconveniente.
Por esa razón creo que lo dicho por Susana Giménez no es tan descabellado, ni lo ha hecho de mala fe. Quizás no empleó las palabras adecuadas, pero la idea no es humillante sino conciliadora.