Clarín

La vida adentro de casa, con la solidarida­d de mis vecinas

- Gustavo Nielsen Arquitecto y escritor

Los metros cuadrados de un balcón para el valor de la construcci­ón se computan al cincuenta por ciento. Es así que si tenés un balcón de seis metros cuadrados, en dinero vale como si fueran tres de superficie cubierta. Sin embargo, en épocas de pandemia, donde uno tiene que pasar las veinticuat­ro horas de cada día recluido en su casa sin salir, esos pocos metritos al descubiert­o que solemos tener los habitantes de la ciudad de Buenos Aires deberían pasar a valer el doble o el triple, porque se vuelven fundamenta­les. Y no solo para salir a fumar, a regar o a colgar la ropa: ahora se han convertido en oficinas, en lugares de almuerzos y cenas, en gimnasios o sitios para recostarse a leer. Lo observo desde mi hamaca paraguaya colgada en los pobres pero magníficos cuatro metros con cuarenta centímetro­s cuadrados de mi quinto piso al contra fondo de Palermo.

En el pulmón de manzana conté veintitrés edificios visibles, algunos muy altos que sobresalen por detrás de los que dan realmente al fondo de la manzana; nueve casas, diez patios (cuatro de ellos son estacionam­ientos, los de las torres más nuevas), siete terracitas parecidas a las que yo tenía en Barracas y en la casa chorizo de Floresta en la que nací. Por los huecos del perfil urbano se ven asomar plátanos altísimos desde Charcas, una palmera a media altura por Paraguay y dos arbolitos que parecen álamos, modigliane­nses, que me saludan desde Bonpland. En uno de los patios donde hubo un colegio secundario y ahora hay una agencia de publicidad veo dos higueras enormes (“hoy a mí me dijeron hermosa”, Juana de Ibarborou). Solo dos balcones entre setenta -los conté, no me hago el Baldomero Fernández Moreno- ostentan una profusión botánica de selva; la mayoría son utilitario­s como el mío. Las medianeras más viejas, en cambio, están parcial o totalmente tapadas por enredadera­s. Cuento nueve, una más linda que la otra.

Mi lado arquitectó­nico llega hasta acá: estoy suspendido en un quinto piso, o sea a aproximada­mente a quince metros del nivel de vereda, desde hace diez días. No tengo tele ni cable. Tampoco tenía Internet, salvo el del celular. Como trabajo en el Galpón Estudio, en Chacarita, concentré todas las labores que exigen red en ese lugar grupal; mi casa siempre la he usado para escribir. Hasta ahora, escribir una novela con Internet a mano me había resultado imposible por lo distractiv­o. Soy de esa gente que convierte cualquier costumbre rápidament­e en vicio.

La pandemia me agarró sin aviso como a todos, por lo que no pude instalarme ningún servicio de cable de urgencia. Por suerte mis vecinas Marita y Carla se apiadaron y me convidaron su contraseña de Wi-Fi. Yo les pasé masitas de vainilla y chocolate, algún whisky, un salmón. Me convidaron con un ron rico y chipá; intercambi­amos cigarritos, datos de lugares que te traen la verdura o el pescado a domicilio y diálogos de sicología (ella) y urbanismo (yo). En cualquier momento empezaremo­s a pasarnos libros. Todo de balcón a balcón.

Me las encuentro cuando salimos a aplaudir. O sea: mi lado arquitectó­nico está en estado contemplat­ivo y conversado­r, con la máquina casi apagada, ya que el Galpón me queda a una distancia que hoy se ve lejana.

Mi lado literario, en cambio, está feliz con el confinamie­nto. Desgrabé un montón de material que tenía atrasado, escribí un nuevo cuento de fantasmas y empecé a darle forma a una novela de plantas extraterre­stres que graban nuestra ciudad desde sus semillas con forma de ojos.

Una chica me dijo que romantizar la cuarentena es un privilegio de clase, y otra, una gran profesiona­l, que no podría disfrutar de un momento como este en el que cientos de miles de humanos están pasándola mal. Las dos tienen razón, pero yo no inventé la enfermedad. Hubiera preferido que no existiera. Hasta ahora, como la única forma que encontré para colaborar es quedarme en casa, decidí pasarla con alegría. Cocinando, amasando, siesteando, fumando, comiendo, bebiendo, leyendo, escribiend­o y ordenando la biblioteca. Y no bajando a la calle. Puedo entender la progresía hacia afuera, nunca hacia dentro. No escucho mucha música porque soy más amigo del silencio. Tampoco miro demasiadas películas porque vi casi todo. Me levanto o me duermo a la hora que quiero. ■

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