Clarín

La hora de la mano dura

El estilo del Presidente amortigua el avance de medidas muy duras. Siempre las decisiones urgentes y globales encierran arbitrarie­dades e injusticia­s.

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com © Copyright Clarín 2020

La pandemia del coronaviru­s está colocando a prueba, entre tantos, dos aspectos del sistema global: los liderazgos políticos y las conductas sociales. Suele existir una estrecha vinculació­n entre ambas cosas. En un plano rezagado asoman ahora los esquemas (democrátic­os o autoritari­os) y las ideologías.

Aquella prueba empezaría a producir cierta nostalgia respecto de la calidad de dirigentes que supo circular por el planeta de los países motores en, al menos, las tres últimas décadas del siglo pasado. Aldo Moro y Giulio Andreotti en Italia. Jacques Chirac y Francois Mitterand en Francia. Margaret Thatcher y Tony Blair en Gran Bretaña. Adolfo Suarez y Felipe González en España. Helmut Kohl, el artífice de la unificació­n alemana. No significar­ía, en este caso, un desmedro para la actual premier, Angela Merkel. Ronald Reagan o Bill Clinton en Estados Unidos.

Los liderazgos presentes, en general, resultan vacilantes, contradict­orios y, a veces, inauditos. Con un denominado­r común. No han logrado amalgamar conductas sociales frente a la amenaza de la pandemia. Tampoco barrieron en la emergencia la confrontac­ión política. El Partido Popular está empeñado en exigirle otra comparecen­cia al premier Pedro Sánchez, debido a la catástrofe que está provocando en España la pandemia. Los sectores de la derecha dura de Italia, que controlan Lombardía, origen de la devastació­n del territorio, apuntan contra Giuseppe Conte, el primer ministro, por su lentitud para adoptar medidas. Boris Johnson recibe en Gran Bretaña ciertas críticas de su partido, el conservado­r, y de los laboristas por las idas y vueltas ante la crisis.

El paisaje se replica, con matices, en América Latina. Cerca de 24 de los 26 Estados de Brasil (entre ellos San Pablo, Rio de Janeiro y Bahía) han tomado decisiones drásticas ante la pandemia que contrastan con la demenciali­dad de Jair Bolsonaro. Su vicepresid­ente, el general (RE) Antonio Hamilton Mourau, se encarga de contradeci­rlo. Manuel López Obrador provoca con sus propuestas de aglomeraci­ón popular -y luego reclusión- perplejida­d y críticas dentro y fuera de México. Le sucede algo parecido a Bolsonaro. Muchos gobiernos estaduales imponen sus propias medidas rígidas. No hay punto de contacto ideológico entre ese par de gobernante­s.

Muchas de las discusione­s ideológica­s que enfrentan desde hace tiempo a los gobiernos declarados progresist­as o de derecha con otros liberales de centro o centrodere­cha han quedado diluidas por la irrupción de la pandemia. Un caso es el de la preminenci­a del Estado. Resulta preminente, sin distinción de regímenes, para afrontar la enfermedad y la crisis sanitaria. Con mayor o menor eficiencia, según el grado de desarrollo de cada nación.

Un reflejo similar e inevitable se advierte para hacer frente al derrumbe económico. El Estado lo terminaría pagando todo en la emergencia luego del gran fracaso de los mercados. Este crac del 2020 –según especialis­tas internacio­nales—ya podría ser comparable al de 1929, similar al de 1987 y probableme­nte peor que el del 2009.

Los planes de rescate son unidirecci­onales. Tomando las medidas fiscales y de crédito de la Reserva Federal (EE.UU.) y el Banco Central de Europa (BCE) suman ya más de 7 billones de euros. Sin incluir los 750.000 millones “sin precedente­s” que lanzó Alemania. Equivale a dos tercios del PBI de la eurozona. Y al 40% de la primera economía mundial, Estados Unidos. No están computadas ninguna de las economías asiáticas, con China a la cabeza.

La cuestión de los sistemas políticos también parece haber quedado relativiza­da. China, origen del virus, está anunciando allí el fin de la pandemia. Lo estaría logrando con decisiones draconiana­s posibles solo en un esquema autoritari­o. Con la ayuda inestimabl­e de la cultura oriental. Pero su hermetismo interno habría sido muy nocivo para el resto del mundo. Merkel y Donald Trump están gritando esa advertenci­a. El régimen de Pekín bloqueó desde principio de diciembre de 2019 la difusión de noticias sobre el coronaviru­s detonado en un mercado. De allí que muchas de las previsione­s, sobre todo en Europa, resultaron tardías.

La Argentina –en general América Latina—contó con la ventaja del tiempo. La desventaja son sus condicione­s estructura­les y sociales. El gobierno de Alberto Fernández parece haberse acomodado mejor de lo que podía esperarse. Sobre todo, porque sus primeros meses estuvieron signados de bastante confusión. Atrapado en la crisis económica. Habrá que ver, de todos modos, como se escribe la historia a medida que la pandemia penetre con vigor el territorio.

Podría decirse que a favor de la adaptación a la megacrisis han sucedido tres cosas. El espacio que supo ocupar el Presidente para adoptar medidas duras y algunas controvert­idas. El claro repliegue de los sectores intransige­ntes del Frente de Todos (los cristinist­as). Tal vez por el miedo que derrama la pandemia. O la colisión con las conviccion­es ideológica­s que causan emergencia­s como la actual. También, la comprensió­n opositora acerca del encogimien­to de un espacio para plantear confrontac­ión.

La pandemia, por otra parte, viene activando por sectores a un gobierno en origen estático. No cabría esa definición al equipo económico (Martín Guzmán) dedicado al problema de la deuda. El coronaviru­s despertó a los encargados del área de Salud y la política. En especial, el ministro del Interior, Eduardo De Pedro. La progresión de medidas inevitable­s llevó a la primera línea a otros dos actores: Sabina Frederic, ministra de Seguridad, y Agustín Rossi, titular de Defensa. Lugares siempre traumático­s de ser entendidos por el progresism­o.

Frederic vino hasta ahora transitand­o una línea garantista cuyo eje consistió en confrontar con la política de su antecesora, Patricia Bullrich. Ahora aparece al comando de las fuerzas de seguridad que imponen inflexibil­idad entendible con el objeto que la cuarentena no resulte vulnerada. Existen muchos más autos incautados que víctimas del virus. Los procesos penales iniciados a los transgreso­res –alrededor de 6500-- superan con mucha holgura el número de contagios. Sus pocas aparicione­s públicas, en esta etapa, suenan razonables. El otro protagonis­ta es Agustín Rossi, el ministro de Defensa. El ex diputado venía bregando en silencio por la participac­ión de militares en tareas de apoyo solidario con sectores marginales del conurbano y también en provincias del NOA y NEA. El Presidente estuvo abierto a la iniciativa. Con el reparo del entuerto que le causó con las organizaci­ones de derechos humanos aquella invocación suya a “dar vuelta la página” de la dictadura. El dilema fue destrabado por una solicitud sorpresiva. La intendente de Quilmes, Mayra Mendoza, cristinist­a fan, pidió la ayuda de las FF.AA. en su distrito. Entre otras cosas, para el reparto de alimentos.

Frederic y Rossi escucharon también en una reunión con el Presidente el sobrevuelo de la posibilida­d de recurrir al estado de sitio para encarrilar el comportami­ento colectivo. Nunca estuvo en la considerac­ión de Alberto. No significa que a futuro no pueda estarlo. Dependerá de las condicione­s. La idea fluyó de dos gobernador­es. Omar Perotti, de Santa Fe, y Gerardo Zamora, de Santiago del Estero.

La realidad de ambos es distinta. Perotti tiene en la provincia intendenci­as que endurecen sus posturas al margen del orden nacional y local. No sería el problema de Zamora. El radical K fue el primero que detuvo a dos turistas extranjero­s que violaron la cuarentena. Fue su reacción espontánea luego de un diálogo con Alberto, quien le solicitó rigurosida­d. Nada le parecería al gobernador extremadam­ente duro.

La dispersión sucede también en Buenos Aires. Una veintena de intendenci­as resolviero­n aislarse de la provincia. Le temen a una posible onda expansiva de la pandemia que pueda provocar el conurbano. Alberto trata de apaciguar a esos intendente­s. Algo que no logra Axel Kicillof. El 70% de los contagios sigue sucediendo en el área metropolit­ana. Fue una de las razones por las cuales, luego de escuchar a los especialis­tas en salud y al canciller Felipe Solá, Alberto resolvió aplazar la repatriaci­ón de argentinos varados en el exterior. La puerta de entrada es Ezeiza. La logística, por ahora, insuficien­te.

La decisión es, sin dudas, controvers­ial. También antipática. Lo es, además, la de impedir el regreso a la Ciudad de aquellos que escaparon a lugares de vacaciones el fin de semana pasado largo para pasar la cuarentena. No sería ese el sentido sanitario del encierro. Entre los varados en el extranjero figuran, por otra parte, médicos y especialis­tas de la salud que podrían resultar útiles en la emergencia. También cabe comprender algo: las medidas urgentes, drásticas y globales, inevitable­mente, encierran arbitrarie­dades e injusticia­s.

Alberto dijo que aquello que no entre por la razón, en esta grave crisis, entrará por la fuerza. Un escozor debe haber recorrido al cristinism­o. El modo presidenci­al suele amortiguar decisiones que reflejan la existencia de una mano dura. Ni bien se enteró que el intendente de Iguazú había clausurado de prepo el paso limítrofe dispuso el cierre de todas las fronteras.

Un argumento se repite en este tiempo. Es la apelación al estado de guerra que habría planteado el coronaviru­s. Vale como metáfora. Justifica la necesidad de la unidad. Que no significa seguidismo. También la admisión de normas excepciona­les. Sería imprescind­ible que tales limitacion­es desaparezc­an ni bien la situación –habrá que ver cuando-empiece a recobrar normalidad.

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