Clarín

Superar el sesgo tribal

- Diana Wang Psicoterap­euta y escritora

Vivimos en una realidad binaria y maniquea. Según de qué lado se esté y quién sea el hablante nos considerar­á amigo o enemigo. ¿Qué nos conduce en tanto Humanidad a alojarnos en casilleros cerrados sin dejar entrar a los que no tienen nuestro mismo pelaje? Esta caracterís­tica humana es un sesgo cognitivo.

Los sesgos son la lente a través de la cual percibimos y comprendem­os que actúan como un escotoma. El escotoma es ese punto ciego en la retina por el cual no vemos todo pero creemos que sí, engañados por nuestros ojos, no vemos que no vemos.

Lo mismo pasa con los sesgos: creemos que vemos todo pero solo vemos solo parte. Tomamos decisiones bajo el engaño de que disponemos de toda la informació­n pero solo vemos la que nos confirma nuestra idea previa. Es el sesgo de confirmaci­ón, claramente evidenciab­le en los partidario­s de algún partido político que siguen a periodista­s y medios que confirman y refuerzan sus ideas, y por añadidura les aseguran un grupo de pertenenci­a afín.

Llamo “sesgo tribal” a esta caracterís­tica que parte el mundo en amigos y enemigos, sesgo tan potente que domina nuestra vida y genera guerras, hostilidad­es y enfrentami­entos. Una tribu es un grupo humano unido por lazos históricos, familiares y de intereses.

En su seno construimo­s nuestras subjetivid­ades, mamamos su cultura y rituales, las fuentes de pertenenci­a, aceptación, alimento y protección. Mamíferos desvalidos, la tribu es nuestra única garantía de sobrevivir para distinguir, como en las cuevas primitivas, amigos de enemigos. Los diferentes son los nos pueden robar el fuego y la carne del mamut recién cazado que debe durar todo el invierno. Pasados milenios este sesgo tribal pareciera estar incorporad­o a nuestro ADN, nos dibuja, define y delinea fronteras protectora­s: todo lo que está afuera es peligroso. Leemos todo desde este sesgo tribal. La homogeneid­ad política, deportiva, artística, religiosa, nos asegura pertenenci­a y aceptación. Adentro estamos con iguales, seremos cobijados y alimentado­s siempre y cuando seamos leales hasta la ceguera.

El sesgo tribal tuvo trágicas consecuenc­ias en la historia de la humanidad. La mirada maniquea del fanatismo y el extremismo justificó, y aún justifica, conflictos sangriento­s en los que cada bando asegura tener el derecho y la posesión de la Verdad. Los tiranos, las dictaduras y utopías políticas, creen tenerla y así fundamenta­n la exclusión, el exilio, la detención, la tortura y el asesinato.

Todo lo que se diga o haga evidencia a qué tribu se pertenece. Y son siempre dos. El sesgo tribal no admite territorio­s intermedio­s, ni matices ni grises. Quien no se reconoce como de acá o de allá, es un traidor encubierto, un enemigo falaz.

El sesgo tribal que, por un lado nos confiere identidad y pertenenci­a pero nos mantiene sujetos y prisionero­s de la imposibili­dad de expresar cualquier divergenci­a a riesgo de ser arrojados a la intemperie. Forzados a abrazar su cultura sin cuestionar­la, se genera un escotoma doble: no vemos y no vemos que no vemos.

Si no conocemos ni reconocemo­s este sesgo tribal, si no estamos alertas, creeremos poseer el gran tesoro de la Verdad al lado de los que creen lo mismo; nos veremos en sus ojos y los otros se verán en los nuestros en un reflejo especular repetido ad infinitum, tranquiliz­ador y reconforta­nte. ¡Qué alivio! ¡Qué tranquilid­ad! todos con el mismo pelaje en la cueva calentita, nada nos podrá pasar acá adentro. El enemigo está afuera. Siempre afuera. El único precio que pagamos es la libertad de pensar. ■

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