Agustín Alezzo El adiós a un maestro
Actor, director y formador de grandes referentes del teatro argentino, murió por Covid-19. Tenía 84 años.
Actor, director y por sobre todo maestro de actuación, Agustín Alezzo fue uno de los grandes referentes del teatro nacional. Murió a los 84 años, luego de estar internado por un cuadro de coronavirus.
A lo largo de su extensa carrera Alezzo dirigió más de 70 obras, entre ellas Las brujas de Salem, con Alfredo Alcón y Leonor Manso; Yo soy mi propia mujer, con Julio Chávez; Romance de lobos, también con Alcón; Master Class, con Norma Aleandro; El jardín de los cerezos con María Rosa Gallo y Roberto Carnaghi, y Jettarore!, de Gregorio de Laferrere.
Formador de grandes actores y actrices, Alezzo es sinónimo de prestigio y entre quienes pasaron por su escuela están Julio Chávez, Jorge Marrale, Alicia Bruzzo, Muriel Santa Ana, Paola Krum y Oscar Martínez.
Nacido el 15 de agosto de 1935, su primer contacto con el teatro fue a los tres años, de la mano de su madre que lo llevó a ver una obra. Como se trataba de un texto para adultos, ella creyó que el pequeño no iba a entender nada. Sin embargo, esa experiencia dejó una huella que lo marcaría por siempre. “Me impresionó mucho y me quedaron imágenes de ese espectáculo. Quedé totalmente fascinado con eso”, aseguró años después.
Educado por curas franceses, no llegó a conocer a su padre, que murió joven, dos meses antes de que él naciera. Fue criado por su madre y por sus padrinos. Estudió Derecho tres años, pero abandonó para ser actor. En 1972 dejó la actuación para dedicarse a la dirección y la docencia teatral. “Dirigir es una tarea extraordinaria porque significa crear un mundo en el escenario y dar clases significa seguir el crecimiento de una persona, algo también extraordinario”, decía.
El, maestro por excelencia, fue alumno de Lee Strasberg y discípulo de Hedy Crilla, a quien siempre aludía como su gran referente. En los ‘50, participó del Nuevo Teatro de Alejandra Boero y Pedro Asquin, también integró el Grupo Juan Cristóbal, junto a Carlos Gandolfo, y fue parte del teatro La Máscara en los ‘60.
Alezzo fue uno de los que introdujo el famoso método Stanislavski en el teatro argentino. “Stanislavski no inventó nada: observó a los grandes actores de su época a ver qué pasaba con ellos. La diferencia estaba en que vivían las situaciones. El método no es racional porque su punto de partida es la sensibilidad”, explicaba.
Por eso también aclaraba que su manera de enseñar era simplemente la de acompañar. “No tengo una técnica. Acompaño un aprendizaje, observo las dificultades e intento enseñarles que sean orgánicos en escena, que no sean falsos. Que no se dejen ganar por la exhibición frente a los demás. El actor sólo cuenta con un instrumento que es su cuerpo y con su compañero. Es en eso donde debe centrar su atención”. Según Alezzo, la clave de una buena actuación era que el actor o la actriz se mueva en la escena como en la vida.
Motivado por su maestra, Crilla y por su amigo y colega Augusto Fernandes, debutó como director en 1968, con La mentira, de Nathalie Sarraute. Alguna vez recordó que nunca pudo recuperar de la tintorería el vestuario de esa obra, que también produjo, porque el dinero de las entradas vendidas no le alcanzó. Sin embargo, tenía el mejor recuerdo de esa obra porque, entre los espectadores, hubo uno de lujo: Jorge Luis Borges.
Durante unos años, Alezzo vivió en Perú, donde trabajó como actor, y a su regreso enfermó de tuberculosis. “Durante los meses que estuve en cama, escribí una obra de teatro para entretenerme, pero no me gustó nada. Nunca más escribí”, declaró.
En la década del ‘70 también dirigió piezas teatrales en un ciclo de TV: obras de Henry James, Eugene O’Neill, Carlos Gorostiza, Noel Coward y Pedro Orgambide. Poco más tarde, en la última dictura militar pasó a integrar las nefastas listas negras de intelectuales prohibidos.
Entonces, se refugió en su estudio para dar clases y creó el grupo de Repertorio, con el que realizó decenas de espectáculos. Y tomó la decisión de no exiliarse para acompañar a su madre que estaba enferma. “Yo era hijo único, y estar en una lista me daba miedo. Pero mi obligación era quedarme”, contó. “El miedo es algo inevitable y si uno se rige por eso, no hace nada”.
Con decenas de premios y reconocimientos, Alezzó dirigió el Conservatorio Nacional de Arte Dramático y, durante años, su escuela El Duende también funcionó como una sala de teatro independiente, que en 2017 debió cerrar por la crisis económica. Recientemente, debido a la inactividad impuesta por el Gobierno a causa de la pandemia de coronavirus, su escuela también corrió el riesgo de desaparecer. Sin embargo, varios ex alumnos y productores, entre ellos Carlos Rottemberg, se comprometieron a colaborar para evitarlo.
Siempre destacado por su humildad y sencillez, Alezzo se declaraba amante del jazz y de la literatura. En su casa, las paredes estaban cubiertas de libros, y no descansaba nunca: no había fines de semana ni vacaciones, sólo comía para alimentarse y fumaba cigarrillos. Las secuelas de un accidente cerebrovascular le habían dejado un pie inmovilizado.
Arthur Miller junto a Tennessee Williams y otros dramaturgos de habla inglesa como los británicos Joe Orton y Edward Albee, estaban entre sus favoritos. “Jamás montaría una obra fascista o con la que no esté de acuerdo con el tema que toca”, decía.
En los ‘70, fue invitado a los Estados Unidos por el Departamento de Estado, a raíz de su trabajo de dirección de Las brujas de Salem. Y en 1998, recibió una invitación oficial para ir a Moscú a un evento con quienes trabajaban con el método Stanislavski. De ese viaje, recordaba con entusiasmo su encuentro con el director Peter Brook, uno de los más importantes de la escena contemporánea.
“El teatro me enseñó a vivir, a conocerme mejor”, contaba. Para Alezzo el teatro era sólo uno. “Es bueno o malo, sea donde sea. La única diferencia es que en el teatro profesional a usted le pagan. Y en el independiente, usted es el que paga”, aseguraba.
“He llegado a hacer obras con menos de diez personas en la sala. Pero nunca lo sentí un fracaso. Eso sería haber hecho algo que no me gusta. Y siempre hice obras que me gustaban porque, en definitiva, para mí, el teatro siempre es un viaje iniciático”. ■