Clarín

El crimen perfecto

- John Carlin

Pienso mucho en la muerte últimament­e. En los asesinatos, para ser más exacto. Esta semana terminé de leer la última de las 75 novelas negras de Georges Simenon, joyas cada una de ellas que tienen como protagonis­ta al Inspector Maigret, mi querido compañero de noche durante estos meses de confinamie­nto. En todos los libros hay un asesinato y en todos los casos Maigret lo resuelve.

La sorpresa es que no se mata a sí mismo. Fuma -una pipa- todas las horas del día. Empieza a tomar a las ocho de la mañana, habitualme­nte un par de copas de vino blanco, a veces un brandy. Y no para -cerveza, anís, coñac, más vino- -hasta que se acuesta, pero nunca, si está en casa, sin tomarse antes un par de licores de cereza. Un buen almuerzo y una buena cena son de rigpr pero casi nunca come pescado. Prefiere carne y su plato favorito es la andouillet­te, una salchicha – o, mejor dicho, una bomba de colesterol-hecha con el intestino y el estomago de un chancho.

Visto desde los tiempos timoratos en los que vivimos, Maigret es un suicida. Visto desde su contexto histórico, la sombra de dos guerras mundiales, carpe diem y al carajo. Así fue la filosofía de su creador, el belga Simenon, fumador empedernid­o que según él tuvo relaciones sexuales con 10.000 mujeres durante sus 86 años de vida (su segunda esposa dijo que solo fueron 1.200.) Simenon murió. Maigret sigue vivo.

Me pregunto cómo sería el libro número 76 de Maigret si se escribiese hoy, en tiempos del coronaviru­s, y se me ocurre que por fin podría surgir un caso que supere la genialidad del gran detective parisino. La pandemia ofrece las condicione­s para el crimen perfecto.

El motivo detrás de todos los asesinatos que resuelve Maigret es o el amor o el dinero. O los dos a la vez. En una de las historias la víctima es un señor viejo muy rico. Los culpables son su esposa y heredera, de unos 30 años, y su joven amante. Se inventan una complicada trama que acaba con el esposo muerto a tiros. Su mala suerte es que entra Maigret en juego y acaban en la cárcel.

El coronaviru­s ofrecería una solución más limpia, sin huellas, ni balas, ni sangre. Imaginémon­os un escenario parecido al del cuento. Una mujer de 30, el amante de la misma edad y el marido de la mujer, 80. El objetivo es que el marido se muera del virus. ¿Qué hacer? Facil. Tener a Donald Trump como guía. Hacer un esfuerzo para saltarse todas las reglas preventiva­s que imponen los gobiernos y la Organizaci­ón Mundial de la Salud.

El objetivo sería que la esposa contrajera el virus para poder pasárselo a su marido. La edad de la mujer le permite pensar que los síntomas no serán peores que los de una gripe normal; la edad del marido lo coloca en la franja de “los más vulnerable­s”.

Con lo cual lo que le correspond­e a ella es pasar por completo del dogma del distanciam­iento social y salir de casa todo lo que pueda durante la etapa más severa del confinamie­nto. Si hubiese estado acá en España en marzo se hubiese comprado un perro para poder sa

El motivo detrás de todos los asesinatos que resuelve el Inspector Maigret es el amor o el dinero.

lir todo lo que quisiera, asegurándo­se nunca de perder la oportunida­d de iniciar conversaci­ones, preferible­mente acompañada­s de carcajadas, con los dueños de los demás perros que se encontrase por el camino. Más fácil, y con mejores posibilida­des de contagio, iría al supermerca­do diez veces al día, quitándose los guantes y los barbijos cuando los empleados no la estuvieran vigilando, frotándose las nalgas -dentro de los límites que la decencia permite- contra las de los otros clientes en la cola para pagar. Todo el rato, claro, estaría toqueteand­o productos, siempre recordando que inmediatam­ente después se debería llevar las manos a los ojos y a la nariz e inclusive los dedos adentro de la boca.

Más importante aún, viajar en colectivo, una vez más sin barbijos y sin guantes si fuera posible, a todos los hospitales y centros de salud que pudiese a lo largo de cada día. Al presentars­e en la recepción diría que perdió el olfato y estuvo tosiendo mucho para que se la lleven de inmediato a la sección donde ponen a los pacientes con coronaviru­s. Una vez ahí no perdería la oportunida­d de quitarse el barbijo de la boca cuando el personal sanitario se despistara y respirar lo más hondo que pudiese. De vuelta a casa nunca, nunca lavarse las manos, por supuesto, y evitar el gel desinfecta­nte como si ahí estuviera la verdadera plaga.

Todo esto con un fin: entrar en contacto con el marido todo el rato que los dos estén en casa, no dejar de darle besos, abrazos y, dentro de lo posible, sexo. Con el amante, sexo también, imitando el ejemplo de aquel profesor de Imperial College, Londres, que por un lado predicaba distancia social todos los días en la televisión y, por otro, pasaba noches de pasión con una mujer casada que se atravesaba media ciudad para estar con él.

La clave estaría en que el amante replicara todos los movimiento­s y todos los toqueteos desenmasca­rados de la esposa a lo largo de cada día, para poder duplicar las posibilida­des de que, cuando tengan sus encuentros clandestin­os, ella se contagie.

Es posible, incluso probable, que el plan fracase. Aunque el 80 por ciento de los muertos del coronaviru­s han tenido más de 80 años, el 80 por ciento de ellos sobreviven el contagio. Tendría su gracia que fuesen los dos amantes los que muriesen del virus, aunque la posibilida­d de que eso ocurriera sería de uno en cincuenta millones. El final feliz para el cuento 76 de la serie Maigret sería que el viejo se percatara del plan y matase a los dos a balazos. Maigret se enteraría pero conociéndo­le a él, y por eso lo quiero, comprender­ía porqué lo hizo, vería la justicia en ello, miraría para otro lado y archivaría el caso para luego invitar al asesino octogenari­o a una buena comida de andouillet­tes acompañada de cerveza, coñac y vino.w

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¿La nueva normalidad?. Los países europeos van recuperand­o sus actividade­s habituales pero, ahora, con protocolos. La sombra del Covid-19 acecha, aún cuando les llegó el verano.
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