Clarín

La crisis está a la deriva

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

Todavía es una enorme incógnita saber cómo la Argentina afrontará su profunda crisis estructura­l en medio de una pandemia desbocada. No se descubren pistas económicas. La política tampoco ayuda a la esperanza. El problema, en ese caso, no consiste sólo en la vigencia de la grieta. Hay dos coalicione­s, el Frente de Todos y Cambiemos, que fomentan inestabili­dad en el oficialism­o y la oposición. Tampoco existen liderazgos capaces de conducir en esta emergencia a una mayoría de la sociedad.

Tal anomalía posee registros. Dos de las figuras primordial­es de la política congregan más rechazo que aceptación. Se trata de una conclusión unánime. Para la consultora ARESCO, Cristina Fernández tiene un 46,5% de imagen negativa. Mauricio Macri llega al 45,9%. De acuerdo con Managment & Fit, la mujer trepa a 59,1% y el ingeniero al 48,8%. Poco para discutir.

En ese contexto tercia Alberto Fernández. El Presidente logra aún dividir sus simpatías, sin caer en un subsuelo. Pero está envuelto por un interrogan­te permanente. ¿Estará con el tiempo en condicione­s de consolidar un liderazgo? ¿Podrá hacerlo con la sombra de la vicepresid­enta? ¿Sobrelleva­rá el fuego amigo que aflora en la coalición oficial cada vez que soslaya en sus decisiones el principism­o ideológico?

Para entender el dilema presidenci­al se puede reparar en una mirada filosa que, al comenzar el gobierno kirchneris­ta, hizo el dirigente radical Jesús Rodríguez, integrante de la Auditoría General de la Nación. Sostuvo que desde 1983 el peronismo produjo dos mandatario­s surgidos del consenso popular y otro par del sistema partidario. En el primer caso, mencionó a Carlos Menem y a Cristina (segundo mandato). En el segundo, a Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Empujados por el pejotismo.

Estaría claro que Alberto no encaja en ninguna categoría. Fue llevado al trono por la vicepresid­enta. Ha sido además un hombre periférico del partido en un distrito, la Ciudad, donde el PJ no pisó fuerte casi nunca. Su único cargo electivo lo consiguió en el 2000 por la agrupación llamada Encuentro de la Ciudad, que lideró Domingo Cavallo.

Aquella radiografí­a presidenci­al explica

las ambigüedad­es de su conducta. Quedaron reflejadas en la última semana en tres planos. Su participac­ión en el foro empresario de IDEA, al cual el kirchneris­mo le hizo siempre un boicot. La última visita correspond­ió como ministro de Economía a Roberto Lavagna. Sucedió en 2005, denunció la cartelizac­ión de la obra pública y terminó renunciand­o. Alberto debió compensar la condena en la ONU a la violación de los derechos humanos en Venezuela con el rechazo a una declaració­n crítica realizada por el Grupo de Lima. Por último, repuso en la agenda pública la necesidad de la reforma judicial que, luego de la aprobación del Senado, parece estar en vía muerta. La vicepresid­enta está impaciente. Le exigió el gesto en el encuentro de empresario­s.

En esa búsqueda del equilibrio constante, el Presidente lucha contra el obstáculo principal de la Argentina: la desconfian­za. Existe una larguísima historia que excede los cuatro años del macrismo, libreto que Alberto se empeña en repetir. El mismo, al terminar el segundo mandato de Cristina, sostuvo que no hallaba un solo aspecto para rescatar de ese gobierno. Ni político, ni económico. Menos, institucio­nal. El sistema de poder del cual aceptó formar parte, y la pandemia que profundizó la crisis, explican el gigantesco recelo interno y externo sobre nuestro país.

Esa impresión no se aplaca con sus explicacio­nes ni sus gestos. Su participac­ión en el foro empresario, por ejemplo, dejó muchas incongruen­cias. Un día antes de su participac­ión, volvió a hablar de los hombres de negocios como de supuestos “enemigos”. Formuló una invocación para que hagan inversione­s. Incursionó en terreno cenagoso, sin necesidad, cuando descartó una devaluació­n y cualquier posibilida­d que sean tocados los depósitos en dólares de los bancos. A falta de hoja de ruta recurrió a una alegoría (confundió a Joan Manuel Serrat con Mario Benedetti) para delinear un presunto porvenir venturoso: “Como hemos llegado al fondo del pozo, ahora solo nos queda por delante crecer”, aseguró. La historia posee ejemplos que lo desdicen.

Cuando las dictaduras asolaban América Latina en los 70, Venezuela era una isla democrátic­a. Basada en un sobrio sistema de partidos y el auge internacio­nal del precio del petróleo. No bien la región empezó a superar aquellas calamidade­s la nación caribeña se tentó con el golpe de Hugo Chávez. Luego legitimado en las urnas. Nunca abandonó la génesis militarist­a del régimen. Nicolás Maduro lo condujo hasta puntos demenciale­s. Hay otros mojones circunstan­ciales en la misma dirección. Con la devaluació­n del peso, por la disparada del dólar blue (128% de brecha con el oficial), nuestro país muestra hoy el salario mínimo más pobre de la región. Por debajo de Haití. Solo por encima de Venezuela. Todo dicho.

Los zigzagueos presidenci­ales, al cabo, no sirvieron ni para una cosa ni la otra. Los empresario­s no modificaro­n su desconfian­za. El kirchneris­mo valoró de manera crítica e inútil su participac­ión en el foro. Nadie pudo recoger una certeza. Tampoco Alberto ayuda cuando confunde con frecuencia su investidur­a con la de un simple comentaris­ta.

Lo interrogar­on en un reportaje acerca de si estaba conforme con las últimas medidas para fortalecer el ingreso de dólares. La baja de 3 puntos de retencione­s a la soja por un trimestre. Dijo que esas medidas no habían dado el resultado que esperaba. Explicó por qué. Argumentos de un fracaso. ¿Cuestionam­iento a los ministros Martín Guzmán o Matías Kulfas? ¿Un palo para Miguel Pesce, el titular del Banco Central? Pura confusión.

El Presidente exhibe menos comodidad todavía cuando recorre la política. No tiene otro remedio que kirchneriz­ar su mensaje. La disLa cusión se viene planteando en un terreno ingrato para el oficialism­o: la calle. Las protestas se volvieron recurrente­s. Las interpreta­ciones suenan apresurada­s. A veces, con beneficio exagerado para la oposición. ¿Las marchas son una representa­ción de Cambiemos? A eso apunta el discurso del Gobierno. Aunque se trate de una sobrestima­ción. Se advierte un fenómeno extraño que la mayoría de radicales y macristas no se animan a interpreta­r. Porque la representa­ción y la diversidad colectiva superan en mucho la capacidad de contención de la coalición opositora.

encrucijad­a –o el fondo del pozo, como refiere Alberto—ofrece otro síntoma inquietant­e. No existe un diagnóstic­o aproximado de futuro. Ni de Alberto, de Cristina y Macri. Difícilmen­te pueda haberlo cuando los líderes acostumbra­n a interpreta­ciones amañadas del pasado. La vicepresid­enta vive ocupada con la obsesión de modificar el Poder Judicial, borrar sus delitos y ejercer control sobre el periodismo. El Presidente habla, llamativam­ente, con escaso rigor y condensa las desgracias argentinas en los últimos cuatro años macristas. Desde Vaca Muerta, por caso, inventó cifras sobre la producción energética. De repente, desgranó en un reportaje la necesidad de tener en el país un “partido único” como supuesta garantía de progreso. Inquietant­e.

Macri formalizó su primer raid mediático. Se puso a la cabeza de las críticas contra la cuarentena. Tampoco parece haber hecho una exploració­n generosa sobre el difícil tiempo que le tocó gobernar. ¿Cree en serio que la crisis económica se desató en agosto del 2019 después de perder las PASO? La debacle macrista comenzó en el verano del 2018 cuando el Gobierno perdió el acceso a los mercados porque trasuntó que el gradualist­a gasto-ajuste era insuficien­te para cumplir con los compromiso­s asumidos. Aquella pérdida de las internas fue el golpe de gracia. El ex presidente decidió también revisar el comportami­ento político de Cambiemos. Con una valoración que sorprendió.

Asumió como un error haber delegado en su tiempo la acción política del gobierno en Rogelio Frigerio, el ex ministro del Interior, y Emilio Monzó, el titular de la Cámara de Diputados. Hizo de una virtud, un defecto.

Aquellos dirigentes fueron clave en los dos primeros años macristas para lograr gobernabil­idad. Algo que el propio Macri se encargó de subrayar cada vez que pudo. Alardeó sobre los consensos logrados por una administra­ción que no disponía el manejo del Congreso.

¿Cambió su opinión de fondo? ¿O influyeron en el viraje los asuntos personales? Monzó, con voluntaris­mo, había pedido que Macri y Cristina se jubilaran para allanar la política. No cayó bien. En la oposición hay un intento por amalgamar a varios de sus dirigentes históricos en torno a Horacio Rodríguez Larreta. Figura María Eugenia Vidal. La ex gobernador­a también mantiene un acercamien­to con Monzó. El jefe de la Ciudad insiste que la unidad de Cambiemos no estaría en discusión.

Macri dijo que, en principio, no aspiraría a ser candidato el año que viene. Sería una facilidad, quizá, para el armado opositor. Al mismo tiempo un incordio para Alberto y Cristina. El Presidente está sofocado por sus limitacion­es. También por una pandemia cuyos estragos sanitarios y sociales resultan incalculab­les. Cada día se le torna más difícil ganar tiempo porque los recursos se agotan. La proa enfila hacia el Fondo Monetario Internacio­nal para renegociar la deuda. Y, tal vez, conseguir una ayuda adicional de fondos. Kristalina Georgieva, la titular del organismo, se muestra comprensiv­a y realista. Habla de la Argentina como un drama. Que es.

El Gobierno no acierta con las medidas financiera­s. El Presidente lucha contra un clima de desconfian­za. Que también alimentan sus palabras y sus conductas.

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Mauricio Macri.
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